El mocito
N
ecesito desahogarme, descansar sicológica e intelectualmente
. Estas palabras las profiere Jorgelino Vergara, de 55 años, frente a la cámara de dos documentalistas, la chilena Marcela Said (Valparaíso, I love Pinochet) y el francés Jean de Certeau, quien con ella realizó en 2006 Opus Dei, una cruzada silenciosa.
La colaboración más reciente de estos dos realizadores, El mocito, explora de modo perspicaz las motivaciones, dudas, remordimientos y anhelos de redención de Vergara, un hombre de personalidad ambigua, quien hoy vive de modo menesteroso y recuerda su traba- jo como mozo adolescente en los primeros años de la dictadura militar chilena, al servicio primero en la residencia de Manuel Contreras, el Mamo, director de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), policía secreta de Augusto Pinochet, y enviado luego a uno de los cuarteles más siniestros del aparato represor, el Simón Bolívar, para continuar ahí sus servicios llevando café a los torturadores de presos políticos, limpiando los calabozos de estos últimos, bañándolos también, para luego empaquetar sus cuerpos ajusticiados en su traslado final a los aviones que habrían de lanzarlos al océano. Una faena muy metódica, como instrumento físico y cómplice moral de los militares, que muchos años después Vergara explica confusamente: Yo lo vi todo, yo estuve ahí, pero no maté a nadie
.
Por medio de esta indagación en la vida de un personaje ordinario al servicio de una dictadura, El mocito ofrece una radiografía de la lógica escalofriante de los represores. De modo sutil, pero incisivo, la cinta sugiere una primera interrogante: ¿Hasta qué punto el mozo Vergara compartía la convicción castrense de que los subversivos
encarcelados eran una escoria social de la que había que limpiar al país, y que para dicha faena de limpieza eran válidos todos los métodos, legales o ilegales, incluida la tortura? El cuestionamiento es más perturbador aún si en la figura del mozo Vergara se refleja la actitud de millones de civiles que en su momento avalaron el horror de la dictadura, y de aquellos que hasta la fecha justifican su necesidad histórica.
Los documentalistas no ventilan juicios ni condenas. Un desasosiego moral acentuado por el alcoholismo, un desamparo espiritual atizado por la pobreza y por la indiferencia de autoridades civiles renuentes hoy a compensar económicamente a Vergara por ser, como él alega, una víctima más de la dictadura, lo conducen a la frustración y a la devoción religiosa, al anhelo de limpiar culpas reales o ficticias asistiendo a familiares de los desaparecidos y a sus abogados, denunciando los nombres de los torturadores, y contribuyendo a que de la cifra ominosa de 3 mil funcionarios públicos encargados de una labor de exterminio, un número mayor al actual de 51 personas, pueda al fin rendir cuentas efectivas.
Más que una detallada crónica de los horrores de la tortura política, lo que en su caso expuso con crudeza la cinta argentina Garage Olimpo (Marco Bechis, 1999), lo que interesa a los realizadores de El mocito es explorar algo insuficientemente ventilado: la fina división de responsabilidades morales entre los verdugos y sus cómplices morales. El drama de Jorgelino Vergara –y la cinta lo expresa notablemente en planos largos y un manejo sutil de los silencios– es su propia confusión mental que empañándolo todo arroja una inesperada y terrible claridad sobre lo sucedido.
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