l día martes me enteré con enorme pena del fallecimiento de Carlos Fuentes, y aunque desde hace algunos tiempos el padecimiento de una enfermedad me ha mantenido completamente alejado de la escritura, la triste noticia me hizo recordar, de repente, las circunstancias en que lo conocí hace más de medio siglo.
Debió ser a principios de la década de los 50, durante las clases que en la Facultad de Derecho impartía don Manuel Pedroso; ese maestro al estilo medieval
que formó a todo un grupo de jóvenes ávidos y curiosos, entre los que se encontraban Víctor Flores Olea, Enrique González, Porfirio Muñoz Ledo, Luis Prieto, Fuentes y quien esto suscribe. Él por entonces era un joven de 22 años recién llegado de Ginebra y París, vestido siempre con elegancia y poseedor de una enorme habilidad verbal desinfectada de las manías que regularmente afean a quien se sabe con el inmenso bagaje que, por otra parte, sin duda poseía. El aplomo con que sabía moverse, sumado a la diferencia de edad, lo hacían parecer un joven profesor recién desembarcado de Europa, casi un personaje de Henry James que vuelve a su país después de haber realizado el grand tour por las principales capitales del mundo.
Sobre don Manuel Pedroso, Fuentes ya ha escrito páginas magníficas: Un profesor que no cerraba la lista de asistencia al terminar la clase, sino que proseguía su magisterio acompañado siempre de al menos media docena de alumnos, de la Facultad de Derecho en la calle de San Ildefonso hasta la casa de don Manuel en la colonia Cuauhtémoc
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Fue durante esos improvisados recorridos que hablamos por primera vez. Bastaba intercambiar con él apenas algunas frases para entender la profunda pasión y entrega con que concebía el ejercicio literario, para percibir su encanto y calidez, la efervescencia con la que se entregaba a la escritura, trabajando sin descanso prácticamente todos los días de su vida. A ello habría que añadir sus intereses, siempre expansivos y contagiosos: el teatro, la ópera y el cine.
Durante los años que siguieron nos vimos con regularidad. A veces sólo para intercambiar una o dos palabras, pero también para enseñarnos, a un grupo de amigos y a mí, los cuentos que tiempo después formarían Los días enmascarados, su primer libro, al que seguiría, portentosa, unos años después, La región más transparente.
Recuerdo aquellos tiempos fabulosos y el júbilo que produjo a los jóvenes presenciar esta puesta en evidencia de la ignorancia, mojigatería, aldeanismo y mala fe de una sociedad a la que orgánicamente le resultaba imposible conocerse a sí misma, y mucho menos juzgar una obra que daba un salto de un siglo en México. Por el mero hecho de existir, La región más transparente derrumbó de golpe y para siempre más de una docena de glorias nacionales aún vivientes e hizo necesaria la revisión y recomposición de nuestra tradición literaria.
Por esto y muchas razones más, la ausencia de Fuentes deja un vacío inconmensurable en las letras mexicanas, en sus amigos, en la inmensa cantidad de lectores que demostraron, en México y en diversas ciudades alrededor del mundo, su afecto a él y a Silvia Lemus, tan unidos por tantos años. Silvia, quisiera terminar con eso, fue siempre para él su camino y su cayado, la brújula de la cartografía que es toda su obra y fue su vida. Saludé a los dos hace pocas semanas, aquí en Jalapa, con motivo de la Cátedra que lleva su nombre, los vi tan radiantes como aquellos dos jóvenes elegantes y guapos que siempre fueron, y como los enamorados que inundaban de transparencia estos días aciagos.