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Ver día anteriorDomingo 20 de mayo de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El onanismo principista
¿Q

ué es el principismo? En realidad, sólo las mentes que lo parieron deben saberlo. Pero resulta que entre más nos adentramos en la memoria del pasado menos razones claras encontramos acerca de su definición y en torno a ello reina la más completa confusión y también, a raudales, las idioteces más espeluznantes y las ocurrencias más peregrinas. Se supone también que un principista es uno que tiene principios. Y, ¿qué sería un principio? En filosofía se le suele definir como punto de partida, fundamento o causa de un proceso que se desea explicar o justificar.

Si retrocedemos a las luchas internas de los grupos socialistas y comunistas de entre los siglos XIX y XX encontramos un rico material que nos ilustra sobre lo que era la lucha por los principios o, como Lenin la llamaba, la lucha interna. Cuando Marx discutía el Programa de Gotha del Partido Obrero Alemán hablaba sobre los principios que racionalmente debían ser explicados y expuestos. La cosa se fue enfangando a medida que esa lucha se fue volviendo interminable. Hubo épocas enteras en que los revolucionarios dejaban de actuar para dedicarse a disputar acerca de los principios.

Éstos acabaron por no ser lo que debían expresar sino lo que se quería que dijeran y, casi sin excepción, ya desde los años de Lenin, los principios escondieron propósitos de acción y de credo y no cuestiones teórico políticas que tenían que ver con la definición de la realidad en la que se actuaba. Así, los principios se volvieron ocurrencias o soluciones de fuerza para situaciones particulares. El caso es que todo mundo anduvo a la greña por los principios.

Es con asombro que se puede ver todavía por ahí individuos que salieron de las viejas tumbas proclamando de nuevo la vigencia de los principios. Es como una invitación de los fantasmas de los cristianos primitivos a acompañarlos a sus catacumbas en sus oraciones. Debo advertir que la lucha por los principios o principista o principismo requiere de una actitud casi teológica: se debe creer en ello, se debe ser coherente con ello y hay que estar dispuestos a arrostrar todos los desafíos por ello, incluido el ridículo.

A estos dos o tres principistas (si es que llegan a tantos) no les gusta Andrés Manuel López Obrador, pero lo apoyan, visto que es el único candidato de la izquierda; tienen sus temores sobre su coherencia (aunque no sobre su honestidad), su claridad sobre los peligros que acechan y se preguntan si de verdad sabrá cómo vencer a sus formidables enemigos. ¡Si tan sólo tuviera principios!

Según ellos, el candidato de izquierda primero debe saber en qué clase de país está actuando. México es un país neocolonial exactamente igual a la China de los años veinte, con una estructura básicamente agraria cuya industria y comercio están por entero en manos de extranjeros y con un semiestado fragmentado en poderes locales y cuyo gobierno central carece totalmente de consenso y autoridad moral y es simplemente el más grande de los poderes delincuenciales, pero una presa inerme de cualquier imperialismo. Eso era exactamente lo que pregonaba la estaliniana Internacional Comunista en los años veinte y treinta.

Luego hay que aleccionar al tabasqueño sobre el ogro filantrópico nacido de la Revolución. Según los principistas, la revolución democrática de masas destrozó a la oligarquía azucarera (ahora México se confunde con Cuba o acaso con el estado de Morelos) y a los terratenientes, pero no fue dirigida por los obreros y los campesinos, sino por sectores medios que querían un Estado capitalista. Apoyados en el consenso que les daba la revolución, construyeron las bases de la potencial contrarrevolución. El consenso decía: yo te cedo mis derechos políticos y te dejo gobernar, pero tú mejoras mis condiciones de vida.

El corporativismo de moda en los años 20 y 30 en la Italia fascista, en la Alemania hitleriana y en la URSS estalinista fue el modelo del Estado moderno en México. Sus orígenes fueron, pues, fascistas, nazistas y comunistas. La vieja Comintern, como puede verse, se quedó corta. Ese consenso se rompió con la mundializacion de los ochenta. El reformismo al que dio lugar cerró el camino al surgimiento de tendencias socialistas masivas y produjo un fenómeno mexicano, el nacionalismo revolucionario socializante, que se convirtió en una traba histórica para el anticapitalismo organizado.

Como salida de la nada, la conclusión principista es que el resultado electoral por sí solo no puede modificar el derrumbe del pacto social producto de la mundialización. Antes nos habían dicho que ese pacto ya se había derrumbado en los ochenta. En otras palabras, ese principismo no entiende para qué estamos haciendo elecciones en México y, menos todavía, por qué López Obrador se presta a semejante farsa.

López Obrador, nos siguen diciendo, no debe andar jugando a las elecciones, sino profundizar el movimiento de masas (Morena) y convertirlo en la base del nuevo avance. En lugar de ello, lo que anda haciendo es distraerlo con sus planteamientos moderados y timoratos que sólo buscan congraciarse con los sectores patronales inconformes con el sistema.

Su tarea, según eso, debería ser la construcción de otro Estado nacido de la autonomía y la autogestión. Qué diablos querrá decir eso no se dice, pero se insiste en que sólo se logrará cambiando radicalmente la relación de fuerzas sociales y con un programa claramente anticapitalista. Es una pena que los principistas hablen de un programa pero, cuando no copian lo que ya plantea López Obrador, nos surten con tonterías como prohibir los despidos, decretar un aumento masivo de salarios y pensiones, llevar a cabo la organización mutual [sic], política y sindical de los trabajadores y otras ideas fuerza, nos dicen, que sean difundidas mediante volantes y manifestaciones relámpago. Las concentraciones de masas de López Obrador no les bastan.

López Obrador no es esperanza, concluyen, pues nunca llamó a sus bases a movilizarse sino con fines electorales. La esperanza radica en las bases de Morena y un voto crítico a favor del candidato ayudará a quienes quieren una política anticapitalista consecuente a estar junto a ellas, ayudándolas a organizarse, a combatir toda claudicación (de su candidato) y a hacer frente a un nuevo fraude.

El odio a la opresión, dicen finalmente nuestros principistas, es un arma de liberación de los oprimidos y se debe encauzar programática y organizativamente, sin preocuparse por las elecciones. ¿Quién deberá hacerlo? Ciertamente no el candidato que anda en su rollo electoral. ¿Serán estos principistas? Pues parece que sí, sólo que no se les ve por ningún lado, como no sea lanzando orondamente sus flatulencias dogmáticas a todos los vientos.

De este principismo se puede decir lo que el gran escritor argentino Macedonio Fernández postuló: No era que fuera feo, sino que la cara le quedaba mal a la fisonomía. Pero luego con barba, es decir sin cara, su rostro era bastante agraciado (Cuadernos de todo y nada, Corregidor, Buenos Aires, 1972, p. 69) y, además y como lo señaló José Steinsleger, en el exilio

A Carlos Fuentes, in memoriam, y con mi solidaridad a Silvia Lemus