media semana, el contradebate se había convertido en una estela de frivolidad que de nuevo anuló los temas sustantivos de la agenda. Más allá de si mi candidato ganó puntos y los demás los perdieron, si sus golpes fueron eficaces para romper la inasible monotonía del puntero
–y descontando el fraude del aspirante que se hace pasar por ciudadano, a cuenta de Elba Esther Gordillo (todo ello muy importante)–, lo cierto es que el ejercicio democrático del domingo, con las limitaciones de formato y demás, terminó sin reflejar la realidad del país, la intensidad de los problemas que tenemos por delante ni asumió el sentido de urgencia que debía convocarnos a votar el primero de julio.
La pretensión de cuestionarlo todo bajo un esquema rígido y fragmentado resultó incompatible con la necesidad de una discusión fresca, a fondo, sobre el qué hacer aquí y ahora para salir del hoyo negro en el que estamos. El espectador se fue a dormir con la sensación de que no había pasado gran cosa, que la mejor actuación es la que supera sus propias expectativas gracias a la oportunidad de ciertas frases ahogadas por el reloj y aderezadas por la denuncia del contrincante. Pero la normalidad
tan celebrada puede ser un pantano que nubla los dilemas del presente. Se olvida que el gran propósito de estos encuentros es medir si los candidatos son o no capaces de articular la comprensión de los problemas cotidianos de la gente con las ideas que animan el trazado de las posibles soluciones nacionales.
Me llamó la atención, por ejemplo, que el tema de la violencia, con sus 60 mil muertos encima, se quedara en el capítulo de seguridad o, a lo sumo, como un aspecto de las políticas sociales o policiales, cuando ningún tema escapa a sus condicionamientos, sea el empleo, la salud pública, la productividad o la educación. Este es el hecho brutal que define nuestro tiempo, de modo que la subestimación de sus efectos nos aleja de cualquier salida racional. La discusión dejó en el aire la valoración de la conflictividad social que sigue creciendo como reacción a la inutilidad del régimen para hacer las reformas que la ciudadanía requiere que no son, por cierto, las mismas por las cuales Josefina y Peña Nieto se rasgan las vestiduras.
No se equivoca López Obrador cuando reitera que en estas elecciones se enfrentan dos visiones de país. Estamos ante un dilema forjado por la historia en el último medio siglo, a partir del fracaso sucesivo del régimen para crear una sociedad moderna y más justa, esto es, un orden social menos desigual y polarizado que el actual. La disputa entre los que apoyan la continuidad y los que impulsan la transformación de México no es una pugna libresca o un concurso de oratoria. Está en todas partes y cimbra al país. La esperanza política creada por el movimiento lopezobradorista en el año 2006 fue, básicamente, la construcción inicial de una alternativa que tomara en cuenta por el bien de todos primero los más pobres
. Esa postura, que le valió ser juzgado como un peligro para México
moral y políticamente sigue siendo válida, y seguirá vigente aún después del primero de julio, independientemente del resultado electoral, pues la cuestión social es el único eje que la izquierda no puede abandonar sin negarse a sí misma.
Si bien la guerra contra AMLO unió a los poderes fácticos bajo el manto de la derecha, el fracaso del panismo para poner en pie el proyecto nacional que corresponde a la actual hora de México, es el que le dio alas a la recuperación del sector del PRI que encabeza Peña Nieto como figura emblemática de la coalición de poder que lo sostiene, pero el país, las instituciones, la ciudadanía necesitan mucho más que eficacia
desde arriba, romper con la inercia que replica nuestro subdesarrollo modernizador. Para avanzar se hace necesaria la movilización ciudadana, la conversión de los votos en una fuerza social permanente dispuesta a impulsar las reformas que los conservadores –del PAN y el PRI– rechazan por principio. Ese es el punto axial de la sucesión, la vara para medir la racionalidad de las propuestas o la necesidad de corregirlas.
Dos cosas más me sorprendieron del debate. La primera, la ausencia de una valoración de conjunto del gobierno del presidente Felipe Calderón, pues será su desempeño el que al final se juzgue en las urnas. Es verdad que la conformidad de los tres –JVM, EPN y Q– en las reformas estructurales
, si bien hunde a la panista en la indiferenciación
más patética, permite que la atmósfera política se contamine con temas irrelevantes guiados por la mercadotecnia que huye de todo lo que ponga en duda el espectáculo. Total, ya lo dijo Calderón: Esa es la única alternativa para los mexicanos
, el martes en The Real Estate Show 2012, en el Centro Banamex.
Causa desánimo el provincianismo del debate, la ausencia de una reflexión de fondo sobre el papel de México en el mundo de hoy, susceptible de permear los temas más diversos de la agenda y de trascender el autoelogio presidencial. Pero no ocurrió así. Para los candidatos la crisis europea es un rumor inaudible o ajeno, las relaciones con Estados Unidos un tema que no amerita precisiones y Latinoamérica es sólo motivo de aliento a la retórica cada vez más trasnacional y subdesarrollada de las cúpulas antipopulistas
, como hizo ver el presidente Calderón con respecto a Argentina. Pero México no es una isla y pronto lo comprobaremos.
Para Ricardo Valero con un abrazo