os temas de este momento en México tocan necesariamente acontecimientos relacionados con la religión y de ésta con la política; estamos en Semana Santa, en vísperas de elecciones, con una visita a México del papa Benedicto XVI, en medio de la discusión de reformas al artículo 24 constitucional y con un hecho que llamó especialmente la atención: Andrés Manuel López Obrador declaró que asistiría y asistió a la misa del pontífice en Guanajuato y que se arrodillaría donde el pueblo lo hiciera. El tema tiene que ser Iglesia, Estado y significado y alcance del adjetivo insustituible: laico.
Una primera reflexión: para que un Estado sea laico no es indispensable declararlo expresamente; basta que respete las libertades de creencia y de culto y que no apoye ni aliente a una Iglesia o doctrina religiosa específica, en preferencia de otras, pero que tampoco combata o persiga a alguna; de hacerlo, estaría apoyando o persiguiendo a un sector del pueblo, diferenciándolo del resto. En materia religiosa, el Estado y sus instituciones deben ser neutros e imparciales.
Otra reflexión tiene que ver con una realidad indiscutible: las dos estructuras, Estado e Iglesia, tienen como base popular al mismo conglomerado humano; el mismo pueblo que integra al Estado mexicano como uno de sus elementos esenciales, en buena medida y en una alta proporción, conforma también a la Iglesia católica. Uno de los ejes de la historia de México ha sido el forcejeo entre ambas organizaciones, lo que ha acarreado más males que bienes y en momentos decisivos ha debilitado a la nación que las abarca.
No podemos olvidar que México se formó durante el virreinato y ya como país independiente, durante los primeros treinta y cinco años, como una nación católica, al margen de las luchas religiosas en Europa y con una uniformidad jurídica que no se rompió hasta la aprobación de la Constitución liberal de 1857; a esto se debe que dos constituciones emblemáticas –la de Morelos de 1814 y la de 1824, la que organizó el federalismo– declararon solemnemente a la religión católica como la que el Estado sostendría.
Haber llevado las diferencias sobre el tema más allá de la política, del debate civilizado y la discusión franca, hasta el enfrentamiento armado, ha sido negativo para nuestro desarrollo histórico y para la unidad que requerimos, que debe estar por encima de convicciones de carácter religioso; tanto la guerra de tres años que siguió a la entrada en vigor de la Constitución de 1857 como la guerra cristera en los años veintes del siglo pasado provocaron consecuencias negativas, odios, polarización de la población, destrucción de bienes y, lo más grave, muerte de muchos mexicanos de ambos bandos.
Durante el porfiriato y a lo largo del priísmo, las relaciones entre Iglesia católica y Estado se dieron en paz, pero sin apego a las leyes vigentes y mediante simulaciones y arreglos que no poco tuvieron de hipocresía.
Lo mejor en este terreno tan delicado es que haya armonía, recíproco respeto y tolerancia; la cita evangélica de dar a Dios lo que es de Dios y al césar lo que es del césar
sigue siendo una fórmula adecuada que no podemos olvidar. El césar gobierna y la Iglesia enseña su doctrina y guía a sus fieles.
Por ello, me parece que la actitud de López Obrador es congruente; nunca ha hecho ostentación de su fe o de su convicción en materia religiosa, ni ha tratado de aprovecharse en su carrera política de posiciones imprudentes o ventajosas en esta materia; de niño se formó como la mayoría de los mexicanos, dentro de un ambiente católico, y puedo ahora testificar sobre su presencia discreta y sincera en una misa, oficiada por un sacerdote de la Orden de Predicadores, con motivo del fallecimiento de su primera esposa.
Cuando habla de una república amorosa no está actuando ni fingiendo; está expresando su convicción profunda, que coincide con la convicción de la mayoría del pueblo mexicano y, sin duda, con los principios del cristianismo, que no están reñidos ni mucho menos con el progreso, la democracia y la justicia social.
Hay congruencia cuando habla del prójimo, de la honestidad y de la justicia. No se trata ni de una pose ni de una estratagema de campaña; es una convicción que coincide con la tradición mexicana, con la cartilla moral o código del bien, que, siguiendo a Alfonso Reyes, ha propuesto, pero principalmente con su lema por el bien de todos, primero los pobres
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Pongo un ejemplo: cuando Juan Pablo II vino a México, siendo López Obrador jefe de Gobierno, dispuso todo lo necesario en la ciudad de México para cuidar el orden de la capital y la seguridad del distinguido visitante; algunos de los funcionarios de su gobierno estuvimos en la Basílica y él mismo, sin ostentación y guardando la dignidad que debe tener un gobernante en un país laico, lo recibió en la puerta e intercambiaron un saludo afectuoso.