yer, ante integrantes de la asamblea parlamentaria euro-latinoamericana (EuroLat), la titular de la cancillería mexicana, Patricia Espinosa, dijo que si bien el gobierno del que forma parte no está de acuerdo con la despenalización de las drogas actualmente prohibidas, porque esa medida no bastaría para acabar con el narcotráfico y el crimen organizado, está dispuesto a participar y abrirse a un debate al respecto.
Como se recordará, en enero del año pasado tres ex presidentes latinoamericanos –el brasileño Fernando Henrique Cardoso, el colombiano César Gaviria y el mexicano Ernesto Zedillo–, tras reconocer el fracaso de la lucha policial y militar contra las drogas, se manifestaron por impulsar la regularización
de éstas. Tal postura recibió el respaldo de los escritores Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa, y meses más tarde Vicente Fox se adhirió a la propuesta. El más reciente impulso regional a la discusión de la despenalización provino de los presidentes de Colombia y de Guatemala, Juan Manuel Santos y Otto Pérez Molina: el primero dijo a finales de 2011 que estaría de acuerdo con una decisión en ese sentido siempre y cuando fuera aceptada por el resto del mundo
; la semana pasada, su homólogo guatemalteco fue más allá, al argumentar los beneficios que implicaría eliminar la prohibición de la producción y el tráfico de sicotrópicos actualmente ilegales.
Es sorprendente que dos representantes políticos del autoritarismo y el militarismo, como Santos y Pérez Molina –el primero, ex ministro de Defensa, carga con la responsabilidad del criminal ataque militar colombiano a Sucumbíos, Ecuador, en tanto el segundo es señalado por haber participado en el genocidio de indígenas efectuado en Guatemala por los regímenes militares– propugnen ahora un enfoque humanista y de avanzada para hacer frente al desafío de seguridad que implica el narcotráfico y sean capaces de deslindar ese problema del que representan las adicciones, el cual es más bien un asunto de salud pública que debe ser abordado en forma distinta y con instrumentos diferentes. También resulta paradójico que sean dos de los gobernantes más pro estadunidenses de la región los que impugnen abiertamente el enfoque antidrogas impulsado –o impuesto– por Washington.
Paralelamente, cabe preguntarse por qué gobiernos soberanos y progresistas como los de Venezuela, Bolivia, Ecuador o Brasil, todos ellos afectados por el narcotráfico y por el poder de chantaje e injerencia que este fenómeno delictivo otorga a Estados Unidos, no han tomado la delantera en esta materia. Las actuales autoridades mexicanas, por su parte, se han empecinado hasta ahora en la fallida y contraproducente estrategia derivada de la política estadunidense contra las drogas – que armoniza con la sumisión ante el país vecino y con la moral conservadora y autoritaria del partido en el poder–, y con ello han conducido al país a un conflicto cruento, costosísimo y trágico.
Resulta llamativo que a estas alturas la secretaria de Relaciones Exteriores exprese la disposición gubernamental a participar en el debate de una idea que ha sido de antemano rechazada por el Ejecutivo Federal, cuyo titular ha expresado reiteradamente su determinación de terminar su periodo a tambor batiente
y echándole todos los kilos
en la guerra que él mismo declaró contra las organizaciones delictivas, en particular contra los cárteles del narcotráfico.
Tal vez si el debate sobre la despenalización de las drogas se hubiera impulsado antes de adoptar el rumbo actual en materia de seguridad pública, el país se habría ahorrado innumerables vidas, extendidos sufrimientos sociales, gravísimos procesos de descomposición institucional y astronómicos recursos monetarios. De cualquier forma, resulta urgente e impostergable promover el análisis de alternativas al fracaso de la política antidrogas meramente policial, militar y judicial, y en ese sentido cualquier toma de posición –así sea tardía y contradictoria– es bienvenida.