Opinión
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Costos de transa-acción
E

l affaire Sealtiel Alatriste, y la discusión que generó en torno de la definición, importancia y consecuencias del plagio, pone sobre la mesa el tema de los mecanismos de disciplina burocrática a los que se ha sometido el aparato académico como remedio contra el fraude.

El fraude académico –aludo acá no sólo al plagio, sino también a la falsificación de títulos o actividades– es un problema universal. No tiene nada específicamente mexicano, ni es prerrogativa de una u otra institución. Donde quiera existen estudiantes, profesores y creadores que falsifican obra. Lo que varía de manera importante son las consecuencias que tiene el fraude para quienes lo perpetúan, y los efectos que tienen las medidas antifraude para la comunidad académica en general.

Hace unos treinta años, en México había menos mecanismos formales para controlar el fraude. Por una parte, no había Internet, y no era fácil cerciorarse de si un estudiante o profesor había robado algún párrafo ajeno (a menos de que al incauto le hubiera dado por plagiar las Tesis sobre Feuerbach o algún otro texto icónico y fácil de reconocer). Por otra parte, los tabuladores académicos eran más bien toscos, de modo que los fraudes importantes rara vez se conformaban con el robo de párrafos o secciones, sino que se lanzaban de plano a la falsificación de títulos universitarios o de publicaciones enteras.

Esa situación cambió con la introducción de nuevos sistemas de evaluación en los años ochenta, nuevos tabuladores para el personal académico, el SNI, y sistemas calibrados de estímulos y becas. Los efectos del nuevo entramado institucional son un ejemplo de lo que el sociólogo Norbert Elias alguna vez llamó proceso civilizatorio, que implica un cambio de costumbres. Los mecanismos de evaluación han buscado transformar las modalidades de profesionalización académica de forma comparable al penoso proceso mediante el cual se popularizó el uso del tenedor y el cuchillo, y de los modales en la mesa, en la Europa medieval.

Así, el investigador debe demostrar continuamente que tiene el currículo que dice tener, y hace presentaciones pormenorizadas de sus actividades, con lujo de pruebas, para casi cualquier cosa. Se trata, al fin, de internalizar una nueva costumbre, de hacerla propia. Por eso los currículos de los académicos mexicanos son 10 veces más largos que los de sus colegas estadunidenses o europeos. Y por eso cada vez que un académico da una conferencia se le expide un pergamino como sacado de una novela de Quevedo, con rúbrica y sello. La estética barroca del certificado trata de compensar la indignidad que pasará el académico al presentarlo una y otra (y otra) vez.

Los sistemas de evaluación implementados buscaban tres cosas: internacionalizar el cuerpo académico (que se había orientado en exceso al mercado interno y circulaba con dificultad fuera de México); premiar y estimular la productividad, y crear un sistema de evaluación objetivo y relativamente inmune al fraude curricular.

Para conseguir todo esto se pidió a los académicos que presentaran pruebas de sus actividades de manera regular y cotidiana. Como miembro de una horda que ha sido por fin invitada al banquete de palacio, cada investigador ha tenido que mostrar que posee el equivalente académico al tenedor y el cuchillo, que los sabe usar y que se sabe sentar a la mesa.

Y como todo proceso civilizatorio, el de nuestra academia ha sido a la vez penoso y productivo. Pero la pregunta hoy es si, después de treinta años, la academia mexicana no está lista para pasar a otro sistema, basado ya no en las indignidades del control externo –imaginen a un ostrogodo con un mecate que lleva un tenedor colgando, pasando revisión administrativa a la entrada del castillo–, sino en el control internalizado, donde la vergüenza de no saber usar el tenedor es reforzada entre los mismos bárbaros (o, en este caso, los académicos).

Da la impresión de que México está listo para ir pasando a un sistema de control menos burocratizado. El país tiene un sistema de producción académico más o menos presentable, y está en situación de fortalecerlo bastante, y más todavía dada la crisis europea y de Estados Unidos.

Pero para jugar en las primeras ligas no se puede seguir transmitiendo el mensaje de barbarie que generan los mecanismos de control burocrático, donde cualquier administrador tiene derecho a exigir pruebas de lo que sea, cuando se le venga en gana. Los treinta años transcurridos de disciplina burocrática tendrían que ir cediendo paso a un sistema de control autorregulado.

Para eso se necesitaría, de una parte, reglas fuertes y muy claras contra del fraude en cada institución académica, y de la otra, encontrar mecanismos para ir entregando el control curricular a la comunidad misma.

El académico ya sabe comer con tenedor y cuchillo, y ha ido desarrollando sus propios mecanismos para exhibir y humillar al que come con las manos.

La prueba está en que el plagio del señor Alatriste fue denunciado por sus propios colegas, y no por los administradores de la Universidad Nacional Autónoma de México, del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología o de Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.