El colmo: un manso perdido de Campo Hermoso fue despedido al grito de ¡toro! ¡toro!
El empresario aprovechó Navidad para robar a los dueños del derecho de apartado
Lunes 26 de diciembre de 2011, p. a39
De los 300 incautos que por tedio, curiosidad o compromiso familiar entraron ayer a la Plaza México, el magnate Rafael Herrerías logró que 200 se volvieran antitaurinos. El milagro se hizo visible cuando el pobre hombre de capacidades diferentes, que fungía como juez, mandó tocar el tercer aviso, para que fuera devuelto vivo el sexto de la tarde, un berrendo en cárdeno, chulo de verdad, que sin embargo desde que saltó al ruedo acusó condiciones de manso perdido.
Que a un bicho descastado –que ni siquiera embistió a los capotes, mucho menos fue al caballo, debió por lo tanto ser picado en la querencia, se quedó parado en el tercio de banderillas y se rajó en forma patética e incluso hilarante frente a la muleta de su no menos infradotado lidiador–, la gente lo despidiera coreando el grito de ¡toro, toro!
, marcó un hito histórico, que podrá ser usado para declarar y reconocer la victoria cultural de quienes luchan por la abolición de la fiesta
.
Tan lamentable episodio fue el acontecimiento más conspicuo de la octava corrida de la temporada de invierno 2011-2012, en el vacío pozo de Mixcoac, donde ante nadie partieron plaza el rejoneador mexicano, Emiliano Gamero, los matadores
(es un decir) Alfredo Gutiérrez y Alejandro Martínez Vértiz y el salmantino Eduardo Gallo, que confirmó su alternativa en Las Ventas en 2006, regresó a Madrid en 2008 y después se fue al mantón debido a una tremebunda cornada.
No fue sino hasta ayer, cuando a cambio de un vaso de agua y un pan duro (es un decir) vino a la México para reconfirmar su doctorado, con un padrino tan rascuache como Gutiérrez, y un testigo que hace siglos no se paraba delante de una res, ni siquiera para fotografiarla con su teléfono.
Ante un manso burriciego de La Punta, al que banderilleó muy mal y despachó peor, Gamero se dio el gusto de trotar en sus caballitos sobre la arena de la decrépita plazota, y punto. Luego compareció el primero de Campo Hermoso, un torete bien presentado, el mejor de la tarde.
Siempre por debajo del bovino, Gallo estructuró un boceto de faena, sin cuajarla ni mucho menos, pero al final del tercer tercio se perfiló para entrar a matar y lo hizo bien, hundiendo el acero en buen sitio, y al contabilizar que de los 300 asistentes a la plaza, poco menos de 100 ondeaban sus blancos pañuelos, el remedo de juez le otorgó una oreja, que nadie protestó ni aplaudió, porque la mayoría del público ignoraba que cuando se pide un apéndice, hay que festejar si el matador lo consigue, y protestar si se lo niegan.
Pero como ya no hay periodismo taurino –Herrerías también acabó con eso–, Gallo paseó su trofeo en medio de la indiferencia general. A continuación, de toriles salieron dos ectoplasmas con cuernos, y Gutiérrez y Martínez Vértiz se limitaron a cumplir... con la cláusula del contrato que les señalaba la obligación de lidiarlos a muerte.
En seguida, vino el segundo del lote de Gutiérrez, al que éste le ligó dos o tres muletazos, antes de matar de entera caída, y los que antes habían agitado sus prendas antilágrimas volvieron a flamearlas, clamando por otra oreja, y como el sombrerudo del palco no la concedía, chillaron furiosos, hasta que el timorato se las entregó. Pero entonces, los que no la habían pedido, aullaron más fuerte, y Gutierritos prefirió escondérsela en la ropa, del lado izquierdo del pecho, con ganas de echarse a llorar.