Editorial
Ver día anteriorJueves 22 de diciembre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Irak, Egipto y la responsabilidad de Washington
A

yer, tres días después de que concluyó oficialmente el retiro de tropas estadunidenses en Irak tras casi nueve años de ocupación, el gobierno de Washington solicitó al primer ministro de ese país, Nuri al Maliki, que adopte las medidas de consenso necesarias para evitar la desintegración política de la nación árabe. Tal llamado se produce luego de que Maliki –de procedencia chiíta– ordenó la detención del vicepresidente Tariq al-Hachemi, el más alto cargo sunita, por presuntos actos de terrorismo. A tal acusación siguió un amago del propio premier iraquí a los dirigentes de la región autónoma de Kurdistán, en donde presumiblemente se oculta Al-Hachemi, para exigirles que entreguen al todavía vicepresidente, así como la amenaza de romper el gobierno de unidad nacional para constituir otro mayoritariamente chiíta.

Así pues, en sentido contrario de las afirmaciones formuladas hace unos días por el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, quien dijo que las tropas de su país se aprestaban a abandonar un Irak estable y autosuficiente, la nación árabe enfrenta la perspectiva de la reactivación de conflictos sectarios que en el pasado reciente se saldaron con miles de muertos y episodios de limpieza étnica.

En tanto, en Egipto, el inicio de la segunda fase de las elecciones legislativas –las primeras tras la caída de Hosni Mubarak– estuvo marcado por los enfrentamientos entre manifestantes y fuerzas de seguridad en El Cairo y en otras ciudades, así como por la violencia represiva que causó la muerte de al menos 15 personas en los cinco días recientes.

En ambos países, el clima de crispación política y social ha tenido como correlato un avance o reforzamiento de expresiones políticas asociadas al fundamentalismo islámico: en el caso de Irak, las organizaciones chiítas opuestas al extinto partido laico Baaz –predominantemente sunita, y sostén principal del depuesto régimen de Saddam Hussein–, y, en el de Egipto, los Hermanos Musulmanes y el partido de los salafistas (integrista), triunfadores en la primera fase electoral con 36 y 24 por ciento de los votos, respectivamente. Y, por más que esa perspectiva resulte indeseable y riesgosa para la plena democratización y el respeto a las libertades civiles en esos países, no puede dejar de señalarse la responsabilidad –ya sea por acción o por omisión– que tiene el gobierno de Washington en ambos casos.

En Irak, la invasión ilegal, injustificable y bárbara emprendida por George W. Bush, y continuada durante los tres primeros años de la presidencia de Obama, no sólo dejó incalculables pérdidas materiales y un saldo de muertes que se cuenta por cientos de miles, sino que agitó el avispero de la violencia sectaria a raíz de las componendas entre la potencia invasora y una de las facciones en pugna, y convirtió a esa nación en un polvorín regional.

Por lo que hace a Egipto, el respaldo brindado por la Casa Blanca al régimen de Mubarak durante casi tres décadas, la tolerancia mostrada hacia el gobierno de El Cairo incluso una vez que inició la revuelta –a principios de este año– y las respuestas elusivas y erráticas ante la violencia ejercida por los militares egipcios en contra de la población, han propiciado, según puede verse, que los ciudadanos de esa nación vean en los fundamentalistas la única opción viable y articulada al autoritarismo institucional aún vigente.

En suma, la lamentable circunstancia por la que atraviesan Irak y Egipto pone de manifiesto las consecuencias indeseables de la doble moral de Estados Unidos y sus aliados.