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Hugo Gutiérrez Vega
Cultura y diplomacia (IV DE VII)
Es ocioso insistir en la importancia que han tenido en los terrenos de la difusión de la cultura las instituciones creadas, desde hace mucho tiempo, por varios países. Me refiero a los Institutos Franceses, al Consejo Británico, a los Institutos Goethe, a la Dante Alighieri y a las distintas organizaciones dependientes del gobierno de Estados Unidos. A través de la enseñanza de idiomas, el otorgamiento de becas, la organización de actos culturales y artísticos, y la relación con los intelectuales y los creadores de arte de los lugares en donde funcionan, estas instituciones han contribuido al mejoramiento de la imagen de sus países, y sus logros han repercutido favorablemente en todos los campos de la actividad diplomática. España continúa creando nuevos Institutos Cervantes y México ha aumentado el número de sus Casas de Cultura en Estados Unidos y Europa.
Parece un lugar común afirmar que una de las obligaciones del diplomático es ganar amigos para su país. Este es, sin duda, uno de los aspectos más fructíferos y agradables, y se cumple de forma especial en el desempeño de las funciones de difusión de la cultura. El diplomático es un servidor público que debe ser leal al Estado que representa y cultiva las virtudes de la discreción y la disciplina pero, como representante de un Estado democrático, debe conservar, también, su espíritu crítico y manifestar, con la misma lealtad, sus puntos de vista y eventualmente sus discrepancias. Estos delicados matices necesitan un equilibrio mayor en el campo de la difusión de la cultura, en donde la libertad de expresión y el mantenimiento de la pluralidad deben ser los rasgos esenciales de todas las actividades. Si no es así, los institutos y los servicios culturales de las embajadas se convierten en simples agencias de propaganda y pierden posibilidades de diálogo con las comunidades intelectuales y artísticas de su lugar de trabajo. Se pensará que es utópico el intento de lograr este fino equilibrio, pero es indudable que algunos países casi siempre lo han alcanzado. Conviene reafirmar que esta actividad de difusión e intercambio es importante e interesante en sí misma y, por lo tanto, no es un simple medio de apoyo a las otras tareas diplomáticas. Una atinada política cultural, que no debe ser considerada como actividad suntuaria, se refleja positivamente en los otros campos de las relaciones bilaterales. Por esta razón deben multiplicarse los apoyos a la difusión de la cultura, y los que a ella se dedican deben hacer mayores esfuerzos de imaginación para mantenerla acorde con el ritmo de nuestro tiempo.
En la historia de la diplomacia mexicana aparecen muchos nombres de escritores, filósofos, historiadores y personas cercanas a la creación artística, además de los especialistas en temas económicos, jurídicos o de política internacional. En otros países hay también numerosos ejemplos de escritores que han sabido combinar la creación literaria con su actividad diplomática. Pienso en Perse y Claudel, en Francia; Seferis, en Grecia; Pérez de Ayala, en España, y los latinomaericanos Neruda, Gabriela Mistral, Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier, Guillermo Cabrera Infante y Jorge Edwards, por citar solamente algunos. El caso mexicano es muy especial, pues la lista es amplísima (alguna vez comenté con Luz del Amo la posibilidad de elaborar y publicar una antología de poetas de nuestro Servicio Exterior), y en ella se encuentran algunos de los nombres fundamentales de nuestra literatura.
(Continuará)
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