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Nuestros otros muertos
Hace unos días vinieron una noche, un momento, se levantaron a descansar de tanto estar tendidos, vinieron a desayunar o a cenar o comer, que para ellos ya es lo mismo; se pusieron a la mesa de la cocina a sopear un cocol en leche tibia, un pan del suyo con café en jarrito, o de plano un caballito de tequila, una cubita en vaso gordo, con ron blanco y mucho hielo. Comieron el guisado de su gusto cotidiano o de su fiesta de cumpleaños, se pusieron la prenda que más cuerpo les daba, jugaron con el juguete preferido, oyeron la canción más sentida en la alegría o la tristeza. Vinieron al rincón más calientito de la casa, el del vaso de agua fresca, los nombres de azúcar, las veladoras blancas, la sal, las flores amarillas, a mirarse en su foto como siempre fueron y a encontrarse con los suyos vivos o los suyos muertos como ellos. Hicieron algo de ruido, claro, movieron algunas cosas de la sala, desordenaron lo que aún queda de su ropa en el armario, se fumaron el cigarro que sosegaba sus cuitas o asentaba sus palabras. Desde sus muertes vinieron a celebrar sus vidas con sus vivos; de su eternidad se hicieron a un lado porque conocían el camino de regreso, el santo y la seña de sus casas, la ruta desde esa lejanía apenas a la vuelta de la tarde o la mañana, a la orilla delgadita de las horas. Pudieron venir porque se fueron como Dios manda, a su hora, tarde o prematura pero suya, la que en vida les tocó de suyo.
Pero en este país ahora, dónde fueron, dónde se pusieron tantos otros muertos sin sentido, sin fecha ni hora ni velorio, deformados y arrumbados en cunetas, fosas clandestinas, tambos, basureros, patios y terrenos baldíos, en arenas de ciegas y vastas intemperies. Dónde fueron a pararse con sus pies dispersos, con su vida arrebatada a un instante cotidiano –mujeres, niños, ancianos, madres, estudiantes, deportistas, maestras, empleados, padres, hijas, hermanos…–, personas con nombre y domicilio ahora sólo cifras de una guerra y las cifras una abyecta forma del silencio. Huérfanos en vida del sentido de su propia muerte, despojados del duelo y la honra de sus deudos, cómo cubrir su cruda desnudez, redimir su ultraje, restañar el tajo de su grito. Qué decirle a esos muertos que llenan las plazas de las ciudades y pueblos noche y día, aunque no los veamos ahí extraviados, atónitos, perplejos, suspendidos, no en un limbo, no en la nada, no en algún cómodo infinito, sino en un presente descarnado y vivo. Qué hacer con su memoria, la de ellos de nosotros y la nuestra que no alcanza a consolarlos, que no les devuelve la muerte sana a que tenían derecho natural por nacimiento. Esos muertos nuestros que no cesan su ira y su reclamo. Este país nuestro de esos muertos vivos que no vinieron a la fiesta de su día, que no volvieron, porque no se han ido.
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