e instaló ayer formalmente la sección México del Tribunal Permanente de los Pueblos (TPP), fundado en 1979 en Bolonia, Italia, y heredero directo de los Tribunales Russell que sacaron a la luz pública, en la década de los 60 y 70, los crímenes de guerra cometidos en Vietnam bajo la ocupación de Estados Unidos y atrocidades perpetradas por las dictaduras militares latinoamericanas. Se trata de un tribunal de conciencia ajeno a gobiernos nacionales y partidos políticos, cuya función principal ha sido dar visibilidad y calificar en términos jurídicos las denuncias sobre delitos de lesa humanidad.
En su presente versión, el TPP se propone, en un lapso que presumiblemente concluirá en 2014, analizar las múltiples violaciones a las garantías individuales en el país, expuestas en reuniones previas por diversos grupos y actores de la sociedad, y entre cuyas víctimas figuran los afectados por la violencia relacionada con el combate al narcotráfico, los migrantes, la población femenina, los trabajadores y sindicatos, los pueblos indígenas, los ambientalistas y los comunicadores.
La multiplicidad de frentes en los que actualmente se desarrollan vejaciones cometidas por la autoridad, por poderes fácticos o por la acción conjunta de unas y otros, es indicativo de un deterioro generalizado en la vigencia de los derechos humanos en el país. Como ocurre en otros terrenos de la vida pública, México experimenta, en la hora presente, una ruptura dolorosa entre el ámbito de lo formal –en el que el Estado mexicano detenta una larga tradición como signatario de las convenciones más relevantes en materia humanitaria, de asilo político y justicia internacional– y el de la realidad, en la que el convergen, en forma sistemática, episodios de tortura, asesinatos y desapariciones forzadas; vulneraciones a los derechos de los pueblos indígenas; explotación irracional de los recursos naturales; incumplimiento generalizado de preceptos constitucionales en materia alimentaria, de salud, trabajo y vivienda, y criminalización de la protesta y la lucha social, entre otros flagelos.
En el reciente lustro, por añadidura, el declive en el cumplimiento de los derechos humanos se ha agravado por efecto de la violencia relacionada con la guerra contra el narcotráfico
del calderonismo, en el contexto de la cual se ha elevado el número de quejas por abusos de elementos de las fuerzas públicas –Ejército, Marina, policías federal, estatales y municipales–, supuestamente encargados de salvaguardar el estado de derecho. Pero, a pesar de la evidencia documental de estos atropellos, de su exhibición pública hecha por organizaciones defensoras de derechos humanos e incluso del reconocimiento de algunos de ellos por las dependencias responsables, la respuesta recurrente de la autoridad ha consistido en afirmar que la principal amenaza a los derechos fundamentales proviene de la delincuencia organizada
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Con tal telón de fondo, el inicio de labores del TPP constituye un esfuerzo de suma importancia por hacer visible la contraposición entre la realidad mexicana y lo estipulado en las leyes e instrumentos internacionales en la materia –lo cual constituye un paso imprescindible para corregir esa desviación–; por apelar a la moralización y sensibilización de la sociedad hacia estos temas, así como por abonar a la promoción y la defensa jurídica de los derechos humanos y la protección de grupos vulnerables y discriminados. Del mismo modo, la instalación de la sección México del TPP cobra relevancia particular en un momento en que resulta urgente humanizar las reglas implacables y depredadoras que rigen la economía –producto del modelo neoliberal todavía vigente–, que han propiciado en las pasadas tres décadas un proceso de devaluación de la vida humana y un debilitamiento, en general, del marco de derechos humanos, ciudadanos, laborales y ambientales en beneficio del imperio del lucro.
En suma, cabe saludar el desarrollo del TPP, y esperar que los señalamientos ahí vertidos durante estos años contribuyan a solidificar y robustecer la conciencia ética de la sociedad nacional, en el entendido de que ésta es imprescindible para cubrir el vacío provocado por acciones y omisiones del Estado en materia de derechos humanos –acciones y omisiones que cuestionan seriamente la vigencia del pacto social–; para ejercer un contrapeso efectivo a los abusos cometidos desde el poder y para conseguir, en esa medida, un avance real y duradero a la legalidad, la democracia y la civilidad.