l precandiato presidencial estadunidense Herman Cain, republicano, propuso el pasado fin de semana la construcción, a lo largo de la frontera con México, de un muro de 20 metros de altura rematado por una alambrada que emita descargas eléctricas mortales, como una manera de combatir el arribo a su país de migrantes indocumentados, así como el emplazamiento de contingentes militares con armas de fuego real y balas de verdad
en la línea divisoria.
Ésas y otras declaraciones de xenofobia se presentan en el contexto de campañas políticas en medio del estancamiento económico y de la desesperanza social por el fracaso de la administración de Barack Obama en enfrentar la voracidad de los grandes capitales y de formular una política económica de bienestar para la empobrecida población de la todavía máxima potencia económica del mundo.
En ese entorno, prolifera el recurso electorero de satanizar a los trabajadores migrantes y hacerlos depositarios de la culpa por la falta de empleo, la inseguridad y otros males reales o imaginarios. Con éstas y otras expresiones irresponsables, Cain ha logrado remontar en las preferencias electorales.
Por desgracia, la demagogia antinmigrante no se circunscribe a las campañas ni a los tiempos electorales, sino se sedimenta en corrientes de opinión perdurables. Cada uno de los excesos verbales proferidos incrementa las condiciones de peligro, abuso, discriminación y explotación que deben enfrentar los trabajadores extranjeros –mexicanos, en una importante proporción– en Estados Unidos.
Por desgracia, esas conductas políticas tienen un precedente pavoroso. Es un hecho histórico conocido que los impactos en Alemania del desbarajuste económico iniciado siete semestres antes –en lo que se conoció como crack de 1929– fueron el caldo de cultivo para la toma del poder por los nazis, y que el impulso a la xenofobia y el racismo constituyó un componente fundamental del Partido Nacionalsocialista para lograr ese objetivo.
El mismo año en que Adolfo Hitler fue nombrado canciller, en el otro lado del Atlántico Franklin Delano Roosevelt enfrentaba la prolongada recesión en forma muy diferente: mediante el lanzamiento de un programa de gobierno conocido como New Deal (Nuevo Acuerdo), consistente en proteger a los sectores más pobres de los efectos de la crisis, fomentar el sindicalismo, hacer crecer el mercado interno, emprender acciones para la reactivación del agro y aplicar controles gubernamentales a los mercados financieros; dicho sea de paso, Roosevelt emprendió, en el periodo 1933-1938, lo que Barack Obama debió haber hecho desde 2009.
Puede decirse, pues, que con el telón de fondo común de la crisis económica global, mientras el New Deal fortalecía la democracia estadunidense, el nazismo destruía la democracia alemana. Las catástrofes financieras suelen terminar en una disyuntiva entre civilización y barbarie.
Significativamente, fue en Tenesi –donde Roosevelt fundó una de las instituciones emblemáticas del New Deal, la Autoridad del Valle de Tenesi (TVA, por sus siglas en inglés)– donde Herman Cain cosechó aplausos con su propuesta de electrocutar y balear a los trabajadores indocumentados. Cabe esperar que en esta circunstancia histórica la barbarie no prevalezca en Estados Unidos.