ería torpe desestimar el discurso de Felipe Calderón tras la muerte masiva de 53 personas en el Casino Royale de Monterrey a causa de un incendio provocado por individuos cuya identidad, aunque se infiere, no ha sido precisada hasta el momento por las autoridades.
Ese discurso habría sido el adecuado en los primeros días de su estancia en Los Pinos. Y para que hoy fuese creíble, el saldo de las acciones realizadas tendría que ver con resultados decrecientes en la violencia desatada por el crimen organizado; tendría que ver, en ese mismo sentido, con medidas complementarias de los Tres Poderes y de los cuerpos de seguridad. Pero no ha sido así. El jefe del Ejecutivo federal no ignora que durante los gobiernos panistas –el suyo y el de Fox– ha sido autorizado el mayor número de casinos y, a nivel municipal, antros vinculados a trata de blancas, prostitución, venta de droga y lavado de dinero en Nuevo León, campeón nacional en ese tipo de establecimientos.
A Calderón le creeríamos si nos hubiera entregado resultados aceptables respecto de la Guardería ABC, Pasta de Conchos, Creel, Ciudad Juárez, Torreón, las narcofosas de Durango, Tamaulipas, Coahuila, y en Nuevo León –sólo por mencionar los más recientes–, respecto al Café Iguana, Sabino Gordo, el penal de Apodaca y los asesinatos cometidos por militares (objeto de imputaciones alevosas y tramposas
, se atrevió a decir Calderón) en varias personas: Vicente de León Ramírez y su hijo adolescente, Alejandro Gabriel; el matrimonio Chavarría Elías; los estudiantes del Tecnológico de Monterrey; Jorge Otilio Cantú.
Los panistas le han sacado un cuerpo a los priístas, como en otros vicios y distorsiones políticos y sociales, en el manejo de las apuestas y otros giros que su religión condena. Santiago Creel aprobó 198 casinos antes de dejar el puesto en la Secretaría de Gobernación, y muchos fueron a parar a manos de sus correligionarios, varios radicados en Monterrey. Y los que no son panistas, pero se vieron beneficiados con una o más casas de juego, no han escatimado recursos para quienes sí lo son, aspiran al poder y requieren dinero y otras facilidades para sus campañas y movilidad política.
Lo saben los presidentes municipales, el gobernador del estado y Calderón. También sabían cuáles iban a ser la función blanqueadora y los efectos sociales que casinos, casas de empeño, agiotistas y asechanzas similares producirían en la población sujeta a un modelo de mercado interno deprimido y desempleo y pobreza crecientes (según estudio del Tecnológico de Monterrey, publicado en Regio.com, los jóvenes de 15 y 20 años que no estudian ni trabajan aumentaron 22 por ciento en el gobierno calderonista).
A la tragedia de quienes murieron en el Royale se anticiparon muchas otras tragedias: las de quienes han perdido desde la quincena o recursos para operar su negocio o sostener a su familia hasta su automóvil, su casa o bie-nes patrimoniales de mayor valor. Pero estas tragedias parecen no incumbir a la responsabilidad de los diferentes niveles de gobierno. Se ha hablado de ludopatía –con el acompañamiento de los principales medios locales–, es decir, de los efectos causados por la presencia de los casinos y no de la proliferación de éstos (más de 50 en el área metropolitana de Monterrey). A tal padecimiento se pretende ver como una epidemia. Pero las autoridades de salud, que se asumen fundamentalistas frente al consumo de tabaco, por ejemplo, nada han procedido a ejecutar, sin embargo, para prevenirlo.
La sociedad de Nuevo León se siente lastimada y temerosa, pero también en cierta medida culpable. En el crimen del Royale se perdieron vidas útiles –la mayor parte de las víctimas se situaba en la tercera edad– que pudieran haber servido para aportar algo de su experiencia a las generaciones de abajo. Antes los abuelos eran portadores de tradiciones culturales; hoy buen número de ellos están en los casinos, frente al televisor o pendientes del partido de futbol –las grandes referencias culturales de los presidentes panistas. Ellos son, cada vez menos, la necesaria cantera de reflexión con la que cuenta una sociedad para guiarse.
Calderón quiere sacudirse la culpa de su ineficacia en el combate al crimen organizado decretando tres días de luto nacional por la muerte de las personas que no pudieron escapar al vil ataque incendiario. ¿Los apostadores son ejemplo de vida edificante? Y, ya en la histeria, decidió enviar 2 mil 300 militares más a Nuevo León. Ni con cinco veces los efectivos del Ejército Mexicano destacados aquí habría sido posible neutralizar un ataque como el perpetrado en el Royale. En México no se cuenta con la capacidad de inteligencia e investigación criminológica. Y ni siquiera con elementales labores policiacas. A 200 metros del casino agredido estaban dos patrullas de la llamada Policía Regia: no se movieron ante la percepción del incendio que siguió al ataque. Pero los instrumentos más finos de nada servirían ante la corrupción e impunidad imperantes.
El discurso presidencial del terrorismo amplifica los términos del gobierno de Estados Unidos, que se ofrece para hacer lo que el gobierno mexicano no puede y penetrarnos más de lo que ya nos ha penetrado. Por su parte, la derecha regiomontana, que nunca se pronunció en contra de la existencia de los casinos, quiere quitarse culpas señalando al gobernador priísta Rodrigo Medina, cuya impericia compite con las argucias justificatorias del alcalde panista de Monterrey, Fernando Larrazábal. Todos se culpan a todos. Ningún funcionario titular de los tres niveles de gobierno está exento de responsabilidad.
Ciertas fuerzas de la sociedad civil, hasta ahora en hibernación, empiezan a despertar, a organizarse y difundir alternativas desde diferentes espacios y con objetivos que aún no encuentran punto de intersección. Pero tal convergencia parece intensificarse. De sus frutos, si llegare a cuajar el encuentro, la sociedad de Nuevo León podría esperar un norte iluminador.