Domingo 14 de agosto de 2011, p. 3
Nacido en 1900 en Kassa, el escritor húngaro Sándor Márai dejó una vasta obra de la cual se ha traducido apenas una docena de títulos al español. Periodista, dramaturgo, poeta y narrador, Márai es uno de los principales autores del siglo XX, y ahora presentamos a los lectores de La Jornada un adelanto de la novela La gaviota, con autorización de la editorial Océano, distribuidora de Salamandra, sello responsable de la publicación de las obras de Márai en castellano. La gaviota, publicada en 1943, refleja la situación que vivía ese momento Hungría en plena Segunda Guerra Mundial y, como en otros textos, pone frente a frente a un hombre y a una mujer para desenmascarar la condición humana
Mientras permanece así sentado, una mujer sube la escalinata del vasto edificio a paso vivo, ligera como las aves, como si saltara de un escalón a otro. La mujer se apresura a su encuentro, pero él no lo sabe.
No la conoce, jamás la ha visto. Sigue sentado a la mesa, cubriéndose la cara con las manos. Piensa en la guerra y se esfuerza en imaginar lo que esa palabra supondrá en realidad al día siguiente, y dentro de un año. Quienes hasta el momento sólo habían conocido la guerra a través del cinematógrafo, ahora la conocerán como a una persona que tiene no sólo nombre y reputación, sino también un cuerpo. Le gustaría poder ayudar a alguien. En instantes así, tal vez lo más correcto sería elegir a una persona entre la inmensa población mundial y dedicar todas las energías a prestarle ayuda. A un hombre o una mujer que lo merezca. Pero ahora, de pronto, la palabra merecer
ha perdido significado, enfrentada a la realidad que están viviendo, pues todos merecen por igual poder cumplir su destino. Y dentro del gran destino colectivo, de la guerra, las personas también tienen su destino particular, el pequeño, el pleno.
Cuando llega al primer piso, la mujer se detiene en el rellano. Mira alrededor con cautela, comprueba que no hay nadie a la vista y entonces, como un ladrón, extrae con gesto rápido la polvera del bolso, con la mano enguantada limpia los granitos de arroz pegados al espejo y luego se empolva la nariz. La operación dura sólo unos segundos. Después, con seriedad y aprensión, se observa el rostro en el diminuto espejo. Está inquieta, en el estómago nota el nerviosismo de los estudiantes antes del examen final. Al oír pasos, recupera rápidamente el aspecto de una dama ceremoniosa. Continúa hacia el piso de arriba, ya más serena, y entonces se cruza con un hombre mayor. Éste, deteniéndose a mitad de la escalera, la sigue con la mirada, una mirada eminentemente masculina. ¡Menuda belleza!
, se dice, y, soltando un débil silbido, prosigue el descenso.
Sí, ella también sabe que es una belleza
y hoy lo sabe más que nunca, de la cabeza a los pies. Esa misma mañana ha dudado largo rato si calzarse las botas para la nieve o no, vista la copiosa nevada de la noche anterior. Finalmente, ha decidido emprender el camino sin botas, con zapatos abiertos de piel de foca y suela fina, y medias de seda color carne, tratando de no mancharlos con el barro de la calle. Ahora, calzada con esos zapatos elegantes, siente frío y tiene piel de gallina, pero precisamente ese día no debe ocultar con las botas sus tobillos ni sus bien torneadas y bellas pantorrillas.
Va a visitar a un hombre a quien no conoce. Se detiene en la segunda planta y descansa unos instantes. En el edificio reina una temperatura cálida y agradable; el pasillo abovedado y blanco parece conducir hacia un monasterio. De las paredes cuelgan antiguos grabados de marcos dorados que representan la ciudad. Todo tiene un aura serena y majestuosa. La mujer suspira brevemente. No ve a nadie. Extrae un papelito del bolsillo del corto abrigo de piel y deletrea un nombre. Luego mira alrededor con ojos miopes, entornando los párpados. Entonces un hombre vestido de librea se le acerca y ella pronuncia el nombre.
Es la primera vez que lo dice en voz alta. Cuando se pronuncia un nombre, fuerzas e hijos desconocidos del universo conectan a dos personas, igual que una central telefónica. El hombre de librea asiente con la cabeza y dice:
–El señor consejero sólo recibe visitas hasta las doce.
–Ésta es mi tarjeta –dice la mujer en mal húngaro–; le ruego se la entregue.
Esa respuesta halaga al subalterno, pues, como todo hijo de un pueblo pequeño, considera un honor que un extranjero se esfuerce en hablar su idioma. Con un amable gesto ofrece asiento a la desconocida y se aleja con la tarjeta en la mano.
Ella se sienta en el sofá tapizado de verde. Se aprieta la mano contra el pecho y nota el corazón acelerado.
Poco después, la acompañan hasta un despacho y la puerta se cierra sordamente a su espalda, con ese silencio amortiguado que lo caracteriza todo en ese enorme edificio de atmósfera caldeada y casi monástica: allí incluso las máquinas de escribir teclean con menos furor, como si una ordenanza infinitamente compleja, un servilismo mudo y un tacto soberbio disciplinaran cada gesto, hasta el tableteo de las máquinas. En el umbral, la mujer permanece inmóvil, rígida, con la docilidad de una torpe colegiala que, tras un ejercicio de gimnasia, esperara permiso para relajar el cuerpo. Contra el vano de la gran puerta blanca, su esbelta figura parece más alta de lo que es.
Él se pone en pie detrás del escritorio, sosteniendo en una mano la tarjeta de ella, con un leve gesto de perplejidad.
Que hombre más pálido, piensa la mujer, y entorna los ojos, observándolo con gesto frío y levemente hostil.
Seguro que he palidecido de golpe, piensa él, que se halla frente a la cruzada luz que irrumpe por la ventana y tiene la impresión de que la sangre no le llega a la cabeza, sino que le fluye hacia el corazón
, aunque sabe que eso no es más que una licencia poética, como ha leído en algún libro de todo punto prescindible. En realidad, ese flujo
constituye un disparate biológico. La sangre, naturalmente, siempre fluye hacia el corazón, pero la conmoción que está experimentando en ese instante nada tiene que ver con la circulación sanguínea. Uno puede leer esos tópicos sentimentales en cualquier libro. Seguro que estoy muy pálido, se repite, y se aparta discretamente de la luz, porque no quiere que la visitante perciba su palidez.
Pero a continuación le parece que está exagerando. Y entonces se permite sentir una alegría desmedida y nerviosa, como si una mano maliciosa acabara de inyectarle un elixir de buen humor instantáneo. Debo ir con cuidado, piensa, si no quiero provocar un escándalo. Un momento más y, si esta maldita comezón hormigueante no cesa en alguna parte de mi cuerpo, mi alma o mis nervios, si no reacciono y me reprimo, prorrumpiré en risas... ¿Risas? Más bien carcajadas. Reiré a carcajada limpia dando palmadas a la mesa.
Me tumbaré en la otomana y, sujetándome el vientre, reiré a mandíbula batiente. Sí, debo contenerme o se armará una buena, los funcionarios de los despachos vecinos acudirán presurosos, avisarán al ministro, llamarán a una ambulancia, me llevarán a un sanatorio mental y me jubilarán. No obstante, cree que no podrá evitarlo, que va a romper a reír, y nota resurgir contra su voluntad palabras casi olvidadas, palabras que brotan dispuestas a expresar abiertamente su buen humor y su sentido juguetón, como si después de un largo exilio pudieran retornar y recuperar sus derechos; unas palabras que se arrellanan en su alma, toman posesión y giran en su mente y su boca: un instante más y las soltará en forma de carcajada, las lanzará sobre la alfombra, ante los pies de la joven, en medio del despacho, ante Dios y el mundo. Estoy exagerando, vuelve a decirse. Me echaré a reír y lo haré como quien se ríe a la vez de sí mismo, del cielo, la tierra y la Creación. Quizá sólo el diablo ría con tanto sarcasmo y desesperación al percatarse en sus horas libres de que su rostro feo y torcido, con cuernos en la frente, se parece al de Dios, aunque sólo sea remotamente.
En cualquier caso, un instante más y estallará en carcajadas, sin remedio. Entonces, la mujer se asustará y huirá de su despacho. Aunque, a fin de cuentas, ¿por qué querría huir? ¿Qué se habrá creído esa mujer presentándose allí, entrando desde la calle, volviendo del pasado y de un espacio aún más temible que el pasado, que está más allá del espacio infinito, donde ni siquiera viven ya cuerpos geométricos, figuras y conceptos, sino que reina un caos turbulento que mezcla cuerpos, figuras, apariencias e impresiones reducidas a fríos recuerdos? Sin duda, no se habría presentado allí sin un motivo concreto. Y por mucho que se ría en su cara, ella seguramente sabrá contestar a cualquier pregunta: por el simple hecho de existir, de vivir y ahora hallarse allí, en su umbral. Así pues, lo embarga una curiosidad infinita, una sensación parecida a la excitación sensual. Al fin y al cabo, no se trata de un fenómeno corriente, pues a la gente no suele ocurrirle que, después de haber enterrado a una persona, ésta emerja de la compleja tumba que es la realidad y el recuerdo, y sobre la que se cierran tres tapas como los sarcófagos de los reyes paganos, y se presente de pronto en el umbral, a la una y veinte del mediodía.