as historias de las víctimas del combate al narcotráfico que se han hecho públicas en las últimas semanas hablan sobre todo del desamparo en que se encuentran miles de familias que han perdido a un ser querido. El gobierno no ha podido o no ha sabido atender la soledad en que se encuentran los deudos que acuden a la policía, a las procuradurías, en busca de apoyo, y que se topan con un muro de silencio, o con la aterradora realidad de que las autoridades carecen de recursos para hacer las investigaciones que demanda la aclaración de cada uno de los casos. Nada más que por esa razón el gobierno es el primer acusado al que apunta el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad que encabeza Javier Sicilia, porque ha pecado por omisión, por indolencia, por indiferencia, por incompetencia, porque ha hecho a un lado una razón capital de la existencia de todo Estado, del cual el gobierno es instrumento: la protección de la población.
La protesta de los deudos nace de su indignación y, sobre todo, de su impotencia frente a un adversario que es irreconocible porque los posibles responsables se mezclan y confunden. No saben si su familiar desapareció o perdió la vida por un desafortunado accidente, por la intervención del Ejército, por la incompetencia de la Policía Federal o por la complicidad de la policía municipal con el crimen organizado. Tampoco saben si la tragedia que están viviendo es obra de sicarios y narcotraficantes capaces de una cruel creatividad que nos horroriza a todos. Y debe ser una insoportable tortura para los deudos imaginar los últimos minutos de vida de los hijos o hijas, de los padres, de los esposos o amantes, y no saber cómo fueron esos momentos de terror o de sorpresa. Aunque lo que sí saben es que no estuvieron con ellos para protegerlos, para reconfortarlos o nada más para acompañarlos. De ahí la urgente necesidad de consuelo que los embarga a todos, y que sella con tan conmovedora emotividad al movimiento de Sicilia.
Este dolorosísimo no saber es la reiteración del desamparo y de la impotencia, pero es también una poderosa motivación para movilizarse y protestar. Rosario Ibarra de Piedra lleva tres décadas exigiendo saber, queriendo arrancar de las autoridades la información que confirme la muerte de su hijo y dé cuenta de las condiciones en que murió. La incapacidad de las autoridades para responder de manera satisfactoria a todas las preguntas que se hacen la señora Ibarra y los deudos de ahora es una prueba más de la debilidad del Estado. Para nosotros es también la advertencia de que estamos solos en este sangriento combate entre policías y narcotraficantes, narcos y narcos, policías y policías, policías y militares, porque la inmensa mayoría somos apenas, y si acaso, simples mirones. Lo cual no significa que estemos a salvo.
La importancia de que se lleven a cabo las investigaciones conducentes a la aclaración de los miles de crímenes que se han cometido en los últimos seis años estriba en que es obligación del Estado aplicar la ley y castigar a quienes hieren, secuestran o matan; pero, además, investigaciones honestas y serias nos darían la prueba de que a las autoridades realmente les importan los ciudadanos, y si les importan habrán de protegerlos. Creo que las investigaciones tienen también el grandísimo valor de devolver a las víctimas su individualidad, un rostro, un nombre, una biografía, el carácter que le era propio a cada una de ellas, y que los deudos buscan rescatar. A las víctimas los criminales también les arrebataron su personalidad cuando rociaron con una ametralladora y de manera indiscriminada a un grupo como si se tratara de un hato de animales. Las investigaciones liberan a los muertos y desaparecidos de la fosa común en que se han convertido expresiones genéricas como las víctimas
o los desaparecidos
. Y pido una disculpa por utilizarlas, y por no tener una fórmula más respetuosa para referirme a ellos.
Paradójicamente, ahora que el Estado se ha hecho más presente en la vida social, después de décadas de políticas de reducción del intervencionismo, es cuando más desamparados nos sentimos. La inseguridad que se ha apoderado de grandes zonas del país explica esta sensación, pero sólo parcialmente, porque la débil o errada respuesta del Estado al reto del crimen organizado también alimenta nuestras inquietudes y temores. No se trata de reivindicar el paternalismo estatal –aunque en un país pobre como el nuestro, ante la adversidad buena parte de la población naturalmente voltea los ojos hacia el Estado en busca de apoyo–, sino de exigirle al gobierno la protección que necesitamos para vivir sin miedo.