onforme avanza la crisis causada por la criminalización de la vida civil, mayor es la pérdida de identidades y certidumbres de lo que solía ser México. Los ciudadanos nos hemos convertido en espectadores de nuestra propia desgracia, protagonistas en cuánto víctimas, colaterales o no, de la agotadora emergencia nacional, que ya duró y no tiene para cuando. No es el caso, hasta cierto punto, de la porción significativa de la población conformada por los indígenas, dato más allá de lo estadístico. De ellos viene la única respuesta sólida, realista y legítima a las interrogantes de la confusión nacional: defenderse, recuperar lo robado, resistir y no sólo aguantar. No dejarse.
Muy propio de la crueldad intrínseca del neoliberalismo es descartarlos, condenarlos a desaparecer, así sea de manera vergonzante, diluirlos o matarlos. Para ellos, los indios son nuestros africanos. Sobran. Y además conservan bajo sus plantas el suelo más o menos intacto que le queda a esta saqueable nación. En tiempos de desbocada voracidad capitalista, los poderes van tras ellos. Andan de cacería, ínclitos herederos de los vaqueros del porfiriato que salían a cortar cabelleras de indios, para después llegar a cobrarlas a los cuarteles.
Los censos de población llevan décadas masacrándolos, mermándolos, negándolos. Varias veces los antropólogos han hablado de genocidio estadístico
. No obstante, México no es, digamos, Argentina, donde el cambio de una o dos preguntas determina si son unos pocos miles o un millón los indígenas registrados. Aquí son un chingo como quiera, y su cultura (civilización, diría Guillermo Bonfil) está muy presente en el entramado de nuestra existencia cotidiana. De hecho, en sentido opuesto al mestizaje que festinan hoy los pensadores criollistas, existe uno donde lo indígena no es estrictamente étnico, y amestizarse no implica volverse moderno y occidental
, sino otra cosa, malgré Fukuyama, y sin embargo es contemporáneo y viable. Ha venido ocurriendo con gran fuerza en otras partes del continente. En Ecuador y Bolivia los pueblos indios alcanzaron el centro de la vida política y espiritual, y han impulsado transformaciones muy positivas de sus Estados nacionales.
Y las mingas, las resistencias contra la erradicación de los cultivos propios, las hidroeléctricas, minas, petroleras y carreteras, son las noticias más alentadoras que nos llegan de Colombia, Honduras, Guatemala, Brasil, Perú o Chile, si bien ninguno de estos países se encuentra tan descompuesto como México.
Es urgente aprender la lección. Más allá de las cartografías (y los calendarios, añadirían los zapatistas), hay un Sur y un Norte. En este Sur, que incluye a los rarámuri de Chihuahua y yaqui de Sonora, ya no digamos huicholes de Jalisco y Nayarit, tepehuanes de Durango, oaxacalifornianos de San Quintín a San Joaquín, se han extendido los territorios en resistencia y salvaguarda de sí mismos, como no lo ha sabido hacer nuestro rico
Norte, impotente como nunca. El Sur pobre
posee la clara conciencia de ser un recurso de toda la humanidad, y de la naturaleza. Ya no sólo la primera, como bien enseñan y elaboran con inteligencia los pueblos andinos y amazónicos. A diferencia del capitalismo mundializado y sus urbes, en las comunidades meridionales la gente, las plantas, las bestias, el agua, el aire y la memoria intangible son una misma cosa. Algo que desde las alturas del poder y la ideología dominante suena a mafufada, un efecto de Avatar.
No se trata de eso, y los poderes lo saben. No debiera sorprender que este Sur haya sido militarizado desde mucho antes, ni que la violencia militar, paramilitar y delincuencial que hoy se ejerce en calles, carreteras y cantinas del Norte se ensayara primero con los pueblos indígenas. Mas hay una diferencia entre este Sur y un Norte donde podemos meter las ciudades del centro y el sur geográficos, las plazas del narco, las playas desnacionalizadas: en el Sur de los pueblos indios y campesinos, éstos se defendieron y se defienden, saben qué y cuánto pueden perder (no sólo sus cadenas, que de por sí muchos ya se quitaron), y contra los cálculos político-económicos, siguen juntos, formando comunidad, cada día más lejos de los partidos políticos. En las montañas de Guerrero y Chiapas, Cherán y Ostula, Atenco, las Huastecas, el istmo de Tehuantepec (oígalo bien, Andrés Manuel), Vícam, el desierto de Virikuta, los pueblos originarios del estado de México, Morelos y el sur defeño.
Aún si nos obstinamos en no verlos ni oírlos, aquí están. Ni impotentes ni derrotados. Organizan guardias tradicionales, policías comunitarias; los mayas de Chiapas, un ejército rural. En un país donde cualquiera anda armado a lo bestia y a lo tarugo, estos pueblos son los únicos que se comportan con responsabilidad. Sólo para ellos (y eso que son los mexicanos más modestamente pertrechados, cuando lo están), las mejores armas son las que no se disparan. Primero la vida, aluego verigüamos.