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Memoria fílmica de una pandemia
E

l 3 de julio de 1981 el diario New York Times mencionaba la aparición de una extraña forma de cáncer detectado en 41 homosexuales en Nueva York y California. Cuatro semanas antes, el Centro Estadunidense para el Control y la Prevención de Enfermedades había notificado el brote de una neumonía atípica en Los Ángeles que afectaba a la población masculina. Lo que en un inicio se percibió como una amenaza concentrada en una minoría sexual, en poco tiempo adquirió las proporciones de una epidemia contagiosa que diezmaba a diversos sectores de la población, y años después la de una pandemia que de modo creciente afectaría al resto del planeta. A 30 años de su aparición, el sida es una hecatombe sanitaria que ha cobrado la vida de 25 millones de individuos, con un registro actual de otras 34 millones de personas infectadas.

Quince años después del inicio de la epidemia, la comunidad científica anunció su hallazgo terapéutico más trascendente: el tratamiento del virus que causa el sida con medicamentos antirretrovirales de alta eficacia, mismos que permiten controlar la infección, reducir a niveles indetectables las partículas virales en la sangre y, se sabe ahora, reducir al mínimo las posibilidades de que las personas tratadas transmitan el padecimiento. En los pasados años estas terapias han salvado 5 millones de vidas –fenómeno conocido como Síndrome de Lázaro– y mejorado sustancialmente la calidad de vida de los afectados bajo tratamiento. La terapia global de las personas infectadas busca reducir al máximo las posibilidades de transmisión viral, con una eficacia similar a la del uso del condón. Esto no sería el inicio de una cura aún distante, pero sí el equivalente de una vacuna que permitiría el control racional de la pandemia.

Esta revolución terapéutica tuvo hace 20 años una prefiguración poética en la ficción cinematográfica. Al final de la película Juntos para siempre (Longtime companion, 1990), del estadunidense Norman René, director seropositivo ya fallecido, un grupo de amigos que habían visto caer sucesivamente a otras personas cercanas, los vislumbraban de regreso a la vida en una playa y sellaban el encuentro con un largo abrazo. La cinta de René fue tal vez la única profecía sonriente que el cine reservó a las personas con sida a lo largo de un cuarto de siglo. El resto fue, con pocas excepciones, tremendismo y melodrama, advertencias y regaños moralistas, evasión y silencio por buena parte del llamado cine gay, pero sobre todo pasmo ante el impacto de la tragedia. La primera película sobre el tema fue el telefilm estadunidense An early frost (Diagnóstico fatal: sida, 1985), de John Erman, una narrativa preocupada más sobre el dolor de los padres que por la suerte del joven afectado. A este primer registro helado de la moral escandalizada, siguió una película emotiva y más generosa, estelarizada por el joven Steve Buscemi, Parting glances (Miradas de despedida, Bill Sherwood, 1985). Este cine de ficción insistía en el impacto dramático de la epidemia sobre los amigos y familiares de las personas clínicamente desahuciadas, y sobre las consecuencias letales de la promiscuidad sexual, aludiendo apenas al combate de una comunidad gay que se organizaba y se oponía al desdén oficial y al prejuicio generalizado. Hubo que esperar algunos años para tener los documentales militantes de Rosa von Praunheim (la trilogía Positiv, 1990), y en el cine comercial la cinta parteaguas que fue Filadelfia (1993), de Jonathan Demme, un eficaz y sorprendente alegato contra la discriminación y la homofobia que confería al paciente terminal de sida el rostro popular y humano de un Tom Hanks; como ocho años atrás había tenido ya, en la realidad, la célebre fisonomía de Rock Hudson. Filadelfia significó el deshielo y el ingreso formal de la temática al cine de las mayorías. Un año antes, la película francesa Las noches salvajes (Les nuits fauves), de Cyril Collard, declinaba en primera persona y con un aplomo ejemplar la condición del artista seropositivo. Otro tanto hacía el británico Derek Jarman, aludiendo de modo indirecto en Edward II, de modo frontal en Blue, a la tragedia de la que él mismo era protagonista.

Los registros han sido desde entonces numerosos: una comunidad solidaria en el dolor (Las hadas ignorantes, de Ferzan Ozpetek); un recuento crítico y emotivo de los daños (Ángeles en América, de Mike Nichols); la educación sentimental de los sobrevivientes (Los testigos, de André Téchiné); una respuesta lúdica y musical (Zero patience, de John Greyson; Jeanne y el chico formidable, de Olivier Ducastel; Love! Valour! Compassion!, de Joe Mantello), y un largo etcétera que desdramatiza, para desventura del conservadurismo moral, la pretendida maldición bíblica vuelta hoy un padecimiento crónico como tantos otros.

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