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Arlt y Onetti: los siete locos y el viento
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De las influencias
Para mi abuela Mina
Siempre he pensando que la verdadera influencia que ejerce un autor sobre otro, más allá de los rasgos estéticos que pudieran compartir sus obras, es hacerlo hablar con una voz propia. Un poema se convierte en combustible y tiene la facultad de engendrar más escritura, pero muchas veces lo que también nos atrae de un autor es su postura frente a la obra. Ante el temblor de la libertad creativa, José Lezama Lima expresó que “es posible porque es imposible”, para dejar claro que los límites de la escritura poética no son de índole formal sino espiritual. Esa actitud nos revela el momento en el que debemos asumir un riesgo, salir de la comodidad de lo ya conocido y así enfrentarnos a nuevos modos del decir para saber cómo suena nuestra palabra en el mundo. Desde esa orilla ubicada en el desfiladero del lenguaje, Jaime Reyes escribió: “Estoy colgado al borde del abismo/ y de los voladeros salen rostros hermosos, panales de incienso.” Dentro de cada autor subyace, consciente o inconscientemente, la fuerza que otros han depositado en él, una especie de impulso para escribir desde una trinchera que sólo puede ser personal y solitaria. Esa visión del mundo que otros nos heredan es lo que, supongo, llevó a André Breton y compañía a nombrar como padres poéticos a Sade, Poe, Baudelaire, Hugo, y una larga nómina de autores separados por el tiempo, acto que traduzco como un reconocimiento del linaje al que pertenecía el movimiento surrealista.
Sin embargo hay otra vena, casi siempre oculta, de la que provienen las influencias, fuentes no registradas en la escritura y, en algunas ocasiones, más allá del ámbito de las artes: la musicalidad de un idioma desconocido “cantado” por una mujer a su hijo, las frases que escuchamos al viajar en un autobús, el humor de los chistes celebrados en las cantinas, las modulaciones de los perros al ladrar, las rondas infantiles que perviven en nosotros desde los primeros años de vida, la vehemencia con la que el predicador toma por asalto la plaza pública, la algarabía en los tianguis, las letras de las canciones y la forma en la que éstas eran ejecutadas por José Alfredo Jiménez, Jim Morrison o Manu Chao. Todas esas experiencias forman una parte sustancial de lo que conocemos como influencia y, aunque siempre han sido situadas a un lado de los reflectores del Olimpo literario (por vergüenza o ignorancia), resultan igual de definitivas que aquellas emanadas de los llamados autores clásicos. Es obvio que lo anterior no explica el misterio del que nace un poema, pero sí nos ayuda a comprender que la poesía supone una entramada red de correspondencias que no se ciñen a simples asuntos de peluquería literaria.
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