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Ana García Bergua
Denuncia anónima
Para Javier Sicilia, con un gran abrazo
Últimamente pierdo mucho los lentes que utilizo para vista cansada. Será que ya no quiero ver, no quiero distinguir las noticias de los periódicos, mi inconsciente firmó su propio pacto para sacar de mi mente la percepción de la violencia (y no lo pude ver cuando salió en la televisión demostrándoselo al mundo, pues había perdido los lentes). Pierdo los lentes y trato de no darme cuenta de lo que está pasando, o por lo menos de que esta sensación de precariedad frente a fuerzas desconocidas e incontrolables se vuelva borrosa, se pierda en medio de las minucias de la vida cotidiana. Pero ni así, no es cierto, no se puede, ni perdiendo todos los lentes del mundo desaparecen las cosas. De repente, junto a nosotros, se manifiesta la hidra, la serpiente, en la vida de un amigo y compañero de nuestro suplemento y le abisma la vida de dolor con inaudita crueldad. Los demás no tenemos manera de no ver, de no sentir su dolor y no abismarnos, así como sentimos el de la señora Maricela, el de la familia Reyes y el de tantos más.
Quién sabe cuándo comenzó esto, qué desencadenó este espectáculo de crueldad que vivimos los mexicanos. Los bárbaros están ya en todas partes, y desgraciadamente no podemos distinguirlos: chestertonianamente, muchos son delincuentes disfrazados de policías o militares, o militares y policías disfrazados de delincuentes, ¿cómo saber? Todos tienen armas, uniformes, entrenamientos sofisticados, una frialdad implacable. ¿Cómo sabe un ciudadano común y corriente a quién está pidiendo ayuda, si no está por azar denunciando a un delincuente con otro, como pudo haber pasado con el grupo de personas asesinadas en Cuernavaca la semana antepasada, entre las que se encontraba el hijo del poeta y periodista Javier Sicilia? Y en la raíz, aquella vieja corrupción que todo lo permitió y sigue permitiendo, que llenó de agujeros la posible convivencia. Me persigue una imagen que guardo de mi juventud, en la que un policía de tránsito me dijo: “A ver, rásquese”, porque no tenía para la mordida. “A ver, rásquense”, parecen decirnos unos monstruos surgidos de algo podridísimo. Y no tenemos manera de no ver lo que pasa, pero tampoco hay lentes que nos permitan distinguir nada: todo es un mapa confuso de territorios intransitables, multitudes de jóvenes sacrificados a la delincuencia por una sociedad que los desecha, o de jóvenes que querían tener un futuro y son sacrificados por delincuentes ciegos de rabia, una violencia difusa y persistente, la sensación de que, para muchos, la vida no tiene importancia. Los que ahora matan son más descorazonadores que los terroristas suicidas; no hay un cielo de Alá esperándolos por su terrible acción, no hay nada más que una vida corta que no vale nada, mexicanamente, y que se vive en la exacerbación de la brutalidad, un círculo eterno de venganzas y cobros de venganzas, de la sangre como moneda de cambio. Han regresado al animal que caza y devora y marca territorios (¿de verdad estuvo bien responder cazándolos?, ¿no fue hacer lo mismo, jugar el mismo juego?, ¿no había que quitarles primero recursos, castigar las complicidades de autoridades diversas, dar ejemplos de rectitud, dar educación y esperanza a los jóvenes que se refugian en la delincuencia tribal que les da una sensación pasajera de pertenencia? Llevo mucho tiempo haciéndome estas preguntas, desde la ignorancia admitida de tácticas y estrategias, de asuntos económicos. Como cuando se desconecta un aparato que se está incendiando; ¿acaso no se desconecta primero y se le echa agua después?)
Y una sensación espeluznante: se da espectáculo, de un lado y del otro. Los criminales muestran sus horrores y pretenden hablar con ellos, dejan mensajes burdos, parecen castigarnos con imágenes intolerables. Los encargados de combatirlos los muestran en las pantallas antes de preparar a conciencia los casos judiciales, de probar las acusaciones, como si fueran grandes piezas de caza. Campea una sensación de vivir en un circo macabro y ubicuo que atrapa a su paso a cualquier desgraciado. Se da espectáculo y las funciones se dan mañana, tarde, noche y cuando uno menos las espera. Mi subconsciente pierde los lentes; mejor no ver, pareciera decirme, a lo mejor si no te enteras de nada, si te esfuerzas porque las cosas que pasan no te toquen, hablarás bien de México como pide el señor presidente. Pero no es suficiente, le respondo: habría que no sentir junto con todos.
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