on el telón de fondo de la operación Rápido y furioso, mediante la cual el gobierno de Estados Unidos permitió el tráfico ilegal de grandes cantidades de armamento a nuestro país, y en el contexto de los angustiosos resultados de la guerra
lanzada hace más de cuatro años por el gobierno calderonista contra la delincuencia organizada, resulta desolador comprobar que la cooperación
bilateral en uno de los escenarios fundamentales de la violencia creciente, el del tráfico de armas, es apenas algo más que un buen propósito, como lo dejan ver los informes que sobre este tema elaboraron, en el pasado reciente, diplomáticos de Estados Unidos asignados a México, y cuyos puntos fundamentales se dan a conocer en esta edición.
Son de sobra conocidos los reclamos de las autoridades mexicanas a las del país vecino por el absoluto descontrol que impera en el comercio de armamento en todo el territorio estadunidense y, en particular, en los estados de su frontera sur. En efecto, cualquier persona que acredite la ciudadanía estadunidense o su residencia legal en el país vecino puede adquirir, sin restricción de ninguna clase y sin que ninguna oficina pública guarde un registro, todas las armas de alto calibre que desee.
Ciertamente, semejante ausencia de regulación es uno de los factores principales con que cuentan los grupos de la delincuencia organizada en México para hacerse de grandes arsenales con suma facilidad. Y, sin duda, resulta exasperante el doble discurso de Washington, que por una parte se dice amenazado por la violencia al sur de su frontera y, por la otra, la alimenta con exportaciones masivas de armamento.
Poco se sabía, en cambio, de la visión oficial estadunidense sobre la responsabilidad del gobierno calderonista ante el abasto de armas a los grupos criminales. De acuerdo con los documentos entregados por Wikileaks a La Jornada, el vecino del norte percibe una pasmosa falta de coordinación en materia de control de armamento entre las dependencias encargadas de combatir a la delincuencia –Secretaría de la Defensa Nacional, Procuraduría General de la República, Secretaría de Seguridad Pública federal–, así como un gran desorden dentro de cada una de ellas en el manejo de las armas confiscadas.
Otro hecho que se revela con nitidez en los cables referidos es que entre uno y otro gobiernos la coordinación
a la que se refieren los discursos oficiales en ambas orillas del río Bravo es, a pesar de un trío de programas muy poco eficaces, inexistente.
Washington posee un escandaloso margen de intromisión en las instituciones mexicanas encargadas de combatir a la delincuencia, pero lo emplea para descalificarlas; las autoridades nacionales, por su parte, abdican de atribuciones soberanas ante funcionarios estadunidenses y cuando solicitan actos específicos de colaboración, reciben el silencio por respuesta. Las autoridades de Estados Unidos perciben la legítima demanda mexicana de que se aplique un efectivo control de armas como alegatos baratos de quienes critican la segunda enmienda
(constitucional de Estados Unidos, que otorga a todos sus ciudadanos el derecho irrestricto a portar armas) y se irritan ante la poca pulcritud de sus homólogos mexicanos en materia criminalística.
En suma, por lo que puede concluirse de la información reseñada, la guerra
del gobierno federal contra la criminalidad se ha venido librando sin una colaboración efectiva en materia de control de armas entre la Casa Blanca y Los Pinos, y ello explica, en parte, el altísimo saldo trágico –30 y tantos mil muertos, descomposición institucional acelerada, pérdida del control territorial por las autoridades formales, desintegración social en extensas regiones, desarticulación económica creciente– de la estrategia implantada desde el comienzo de la actual administración y reforzada por medio de la Iniciativa Mérida. Ante ello, son inocultables las responsabilidades políticas de ambos gobiernos.
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