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Hastío
Los cánones dictan otra cosa: la toma de distancia, la entelequia
de la objetividad, já. En acto de periodística impudicia,
aparezco en este texto con una confesión: estoy harto.
Será que me estoy poniendo viejo, que el aislamiento denodado,
procurado por lustros, va pasando factura. El mundo,
el país, se nos están volviendo lugares de espanto, aterradores.
O yo estoy cada día más blando.
Hemos hecho callo. Ante la mentira oficial de la propaganda,
el “aquí no pasa nada”, el “en otros lugares del mundo están
peor que nosotros”, qué consuelo estúpido, la tragedia diaria,
multiplicada, siempre sangrienta, siempre espeluznante, tasando
la ineptitud del gobierno, la ineficacia, la abulia, la corrupción
y la cobardía de sus palafreneros burócratas, policías,
administradores, esa caterva de gente dedicada no a
servir a su país, sino a chuparle la sangre, el tuétano, la dignidad.
Ya no importan los fraudes electorales pasados porque
el circo está por volver a empezar, con sus discursos con sabor
a triunfo, de trompas infladas de tanto evocar palabras como
libertad, progreso y democracia, sobre todo democracia, esa
ninfa a la que se somete en este país a toda clase de vejaciones,
al más vil emputecimiento, con los pretextos más idiotas
que se pueda uno imaginar: que si las alianzas contra los viejos
tiranos, como si los de ahora hubieran hecho algo mejor
en lugar de llenarnos el presente y posiblemente buena parte
del futuro de violencia, hipotecado en mierda y sangre, que
ora sí, otra vez, como siempre, los parásitos nos van a cumplir
sus promesas estúpidas.
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Y pobreza, estoy harto de ver tanta pobreza, de preguntarme
por qué hay una niñita de dos o tres años de edad que
aprovecha los semáforos en rojo para hacer con un trapito
como que limpia los espejos retrovisores de la gente que
ya, a fuerza de ver tanta indigencia, tanta necesidad irresuelta,
tanto abuso cotidiano, difícilmente nos conmovemos
con sus pies descalzos, diminutos, sucios, y vemos mejor
al frente, al horizonte de mofles y asfalto y más luces
rojas, y antenas de televisión por todos lados, y anuncios
espectaculares con los que la ciudad se niega a sí misma, se
viste de porquería para ayudarnos a ignorar esa pequeña
llaga de la sociedad, esa niña a la que por las mañanas deja
en el crucero una camioneta, con otros niños menesterosos,
cundidos de piojos, desnutridos, con mujeres indígenas que
no quiero imaginar la clase de vida que llevan allí donde van
a pasar la noche, con jovencitos que a los catorce ya son
padres de esa criatura, la de los camellones, o del bultito que
la madre-niña carga ya en un rebozo a la espalda mientras
extiende la mano entre los coches. Contingentes de limosneros
y menesterosos que vemos todos los días sin verlos,
en prácticamente todas nuestras ciudades, un paisaje urbano
envilecido por el abuso de unos, la indigencia de otros
y la indiferencia de los más.
¿Dónde está el tan cacareado Desarrollo Integral para la
Familia?, ¿a las familias de indígenas explotados, a los niños
que se drogan con activo en las calles para paliar la mordedura
del hambre –pero nunca la del desprecio–, a los maromeros,
tragafuegos, limpiavidrios… les negamos el desarrollo
integral de sus familias por decreto?, ¿cómo puede haber
funcionarios o empresarios o clérigos que hablan engolados
de paz, de armonía, de crecimiento, si voltean para otro lado
cuando la niña del crucero se acerca a mendigar unas monedas
a cambio de embarrar con un poco de pobreza la asepsia
de los retrovisores eléctricos de sus autos, los parabrisas de
sus cabinas cómodamente climatizadas?
Perdido el rumbo, no es gratuita la duda de que haya una
salida del pozo. Ante la miseria de la niña del crucero, ante
la tragedia de miles de niñas como ella a las que les espera
una vida callejera y horrible, de esclavitud y prostitución,
qué importa el pleito entre los millonarios Azcárraga, Slim
y Salinas, o si Volpi hizo un buen trabajo –no– al frente de la
televisión cultural del Estado. Qué importan los impuestos,
o lo que piense Obama de México, si en el hastío trágico en
el que estamos sumidos nos hemos entumecido, y somos
ya incapaces de sentir algo tan sublime como la misericordia
o la compasión verdadera, sin necesidad de rezos ni
dioses ni ídolos sangrantes, sin crucificados.
Sino eso, simplemente, misericordia. Qué bueno sería
recuperar esa palabra, buscarla en el diccionario y pensar
un rato cada día en ella. Para no ahogarnos en el hastío. O
simplemente recordar quiénes fuimos no hace mucho.
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