l analizar el fracaso de numerosas reformas educativas en Estados Unidos, Robert J. Samuelson, articulista de The Washington Post y otros periódicos y revistas de aquel país, afirma que la causa principal de estos fracasos prácticamente no se menciona: el naufragio de la motivación de los estudiantes. Después de todo los estudiantes son quienes tienen que hacer el trabajo. Si no están motivados, aun los maestros capaces fracasarán
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Antes que nada es necesaria una aclaración: ni Samuelson ni yo culpamos a los estudiantes; la falta de motivación es consecuencia de una realidad social, cultural, política y económica en cuya construcción poco o nada han participado las generaciones jóvenes.
Todas las teorías de la sicología educativa, la pedagogía y demás ciencias de la educación sostienen que los resultados de cualquier acción educativa dependen determinantemente de la motivación del estudiante. Aun antes de que la ciencia se ocupara de la educación, durante más de dos milenios, desde la filosofía también se ha afirmado que la educación y el desarrollo del conocimiento, las habilidades y las virtudes implican una fuerza interna del educando. Incluso hoy, este principio encuentra respaldo en los avances de las neurociencias.
Reconocer la importancia de la motivación en toda acción educativa es fundamental para establecer medidas que contribuyan a mejorar los resultados de las instituciones escolares y para analizar la responsabilidad de maestros, escuelas y otros actores sociales que determinan el proceso educativo. Es urgente, pues, prestar especial atención al problema de la motivación, tema tratado profusamente por innumerables autores, desde la antigüedad hasta nuestros días.
El gravísimo deterioro de la motivación de los estudiantes es un hecho generalizado. Samuelson aporta los testimonios recogidos por encuestas aplicadas a profesores de su país. En México también tenemos muchas evidencias. Una encuesta, aplicada por el Instituto Mexicano de la Juventud hace cinco años a jóvenes que habían abandonado la escuela, señala que cerca de 30 por ciento afirmaron que dejaron la escuela porque no les gustaba. Otro 45 por ciento, por tener que trabajar. Sin duda en muchos encontraríamos que en su decisión también influyó una importante falta de motivación para estudiar.
Otro dato significativo es el deplorable conformismo que manifiestan los cientos de miles de rechazados por instituciones de educación media y superior. En la década de los 70, cifras mucho menores de rechazados generaban enérgicos movimientos, una de cuyas consecuencias fue la ampliación de la oferta educativa. Hoy en la ciudad de México sólo una minoría de 200 o 300 solicitantes de esos cientos de miles excluidos ejerce presión y obtiene alguna respuesta; los demás se van a la calle.
Aun cuando se supone que los estudiantes van a la escuela a estudiar, es necesario empezar por establecer una distinción entre la motivación para ir a la escuela y la motivación para estudiar. Por más que esto pareciera extraño, así es. Con mucha frecuencia, jóvenes y niños asisten por razones distintas a la de aprender, por ejemplo: obedecer a sus padres, no aburrirse, huir de la casa, obtener un servicio médico o seguro de estudiante, dar satisfacción a sus padres, encontrarse con amigos, presumir que se es universitario, adquirir una identidad
, no quedarse atrás en relación con familiares y amigos, disfrutar de actividades extracadémicas que ofrecen las escuelas (deportivas, culturales, sociales). Todas estas motivaciones pueden darse sin que esté presente el deseo de aprender, ni valoración alguna por el conocimiento y la cultura, por lo cual podríamos catalogarlas como motivaciones espurias.
Pero lo que más nos interesa no es el calificativo que merece cada motivación, sino el efecto que tienen en los resultados. Esas motivaciones espurias son débiles, insuficientes para generar el esfuerzo que exige el estudio. En los niveles básicos, la permanencia en la escuela se resuelve por la obligatoriedad a que están sometidos los niños, su dependencia total de los padres, y los mecanismos de premios y castigos, pero en los niveles superiores la ausencia de otras motivaciones genera un creciente abandono de los estudios.
Otra motivación semejante es obtener un certificado de estudios o un título universitario para fines distintos al de la aplicación de conocimientos (como la ostentación o el arribismo), para lo cual se acepta que deben cumplirse ciertos requisitos. En estas circunstancias los conocimientos no son un fin, son un trámite. Esta motivación igualmente espuria es propiciada intensamente por la sociedad contemporánea, que atinadamente se ha denominado sociedad credencialista. Estas motivaciones tienen una fuerza variable, incierta, pero en cualquier caso, el conocimiento adquirido es superficial y volátil.
Habría que excluir de esta categorización –y reconocer su legitimidad– la motivación de adquirir conocimientos con la finalidad de venderlos y ganar honestamente el sustento. Esta última es también una motivación muy frecuente y no puede pues confundirse con las motivaciones totalmente ajenas al proceso de aprendizaje, ni con la de aceptar el aprendizaje como un costo para obtener una distinción. Aquí hay un interés real en el aprendizaje, incluso en su solidez, pues se asume que de ello depende la posibilidad de obtener el fin deseado de venderlo.
Todas estas motivaciones extrínsecas, originadas en el valor de cambio del conocimiento, han sufrido el embate de cambios sociales importantes, entre ellos la creciente descalificación del trabajo para la gran mayoría de la población, la pérdida de estatus de los títulos universitarios y, como señala Samuelson, la pérdida de autoridad
(más bien poder de mando) de maestros y padres de familia y la consecuente ineficacia de premios y castigos.
Remontar esta situación, incrementar la permanencia de los jóvenes en las escuelas y lograr que esto se traduzca en aprendizajes reales, duraderos y sólidos implica desarrollar otro tipo de motivaciones, intrínsecas, sustentadas en los valores de uso del conocimiento, que van desde la valoración del conocimiento por su utilidad práctica (individual y social) hasta la valoración del conocimiento y la cultura por su sentido trascendente.