Crecimientoy desigualdad
l titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, celebró ayer el incremento de 5.5 por ciento en el producto interno bruto (PIB) durante 2010, ponderó esa cifra como las más alta en 10 años
y la tercera o la cuarta, quizá, más alta de crecimiento en México en los últimos 30 años
, y expresó su optimismo sobre un buen comportamiento de la economía nacional durante 2011.
Visto en forma aislada, el incremento observado en el PIB nacional durante el año pasado podría constituir una buena noticia; sin embargo, la lectura optimista de Calderón no se sostiene si se toman en cuenta datos del pasado inmediato y, sobre todo, de la realidad social del país. No puede pasarse por alto que el aumento referido tiene lugar luego de un desplome histórico, de más de 6 por ciento, en la economía nacional, como consecuencia de la crisis de 2009; es decir que, en el mejor de los casos, y de cumplirse las estimaciones optimistas de Calderón, el país alcanzará en algún momento de 2011 un nivel de riqueza equivalente al que tenía a finales de 2008.
Por otra parte, la realidad indica que, en nuestro país, los ciclos de crecimiento macroeconómico no se ven reflejados en el mejoramiento de las condiciones de vida de la población: por el contrario, recuérdese lo ocurrido entre 2006 y 2008, periodo en que se registraron tasas de crecimiento anual en el PIB nacional y en el que, sin embargo, se produjo un aumento significativo en los niveles de pobreza: tal indicador pasó de 42.6 por ciento del total de la población en 2006 –año en que Calderón asumió la titularidad del Ejecutivo federal– a 47.4 por ciento en 2008, lo que, en términos absolutos, implica un aumento de 6 millones de personas. A esta cifra habrán de sumarse los mexicanos que cayeron en condición de pobreza durante 2009 y 2010 –datos que hasta ahora no han sido difundidos por la autoridad–, y los que estén por hacerlo en el presente año, como consecuencia de las alzas en los precios de alimentos provocadas por fenómenos climatológicos, por decisiones de la propia autoridad –por ejemplo, los incrementos mensuales en los precios de los combustibles– y por la especulación.
Así pues, el optimismo manifestado ayer por el jefe del Ejecutivo parece más bien consecuencia de una incapacidad para comprender la situación económica y social del país. Tal incapacidad, llevada a niveles exasperantes, puede derivar en expresiones como las formuladas el pasado lunes por el titular de Hacienda y Crédito Público, Ernesto Cordero, quien afirmó que una familia puede costear un crédito de vivienda, automóvil y aun las colegiaturas de sus hijos con un ingreso mensual de 6 mil pesos.
Ante un escenario de penurias acentuadas y un sentir de zozobra e incertidumbre en amplios sectores de la población, es claro que el gobierno federal no puede contentarse con el mero crecimiento
de la economía. Al respecto, cabe traer a cuento, como contrapunto del optimismo calderonista, el discurso pronunciado ayer por el historiador Miguel León-Portilla –homenajeado en la Universidad Nacional Autónoma de México por sus 85 años de vida–, quien identificó a la desigualdad social y económica como un factor central de la desastrosa circunstancia nacional presente, y como un componente ineludible de la violencia que se vive en el territorio.
La población lleva más de cinco lustros escuchando que primero hay que producir riqueza para después derramarla desde la cúpula hacia la base de la pirámide social. Sin embargo, la aplicación de ese mantra neoliberal ha provocado que en nuestro país coexista la mayor fortuna personal del mundo junto a aproximadamente 20 millones de personas en situación de pobreza alimentaria
–eufemismo académico para decir hambre– y con 25 millones de trabajadores que, según cifras del Inegi, ganan menos de tres salarios mínimos y no obtienen siquiera el ingreso al que hizo referencia Cordero. La riqueza en el país parece haberse generado en cantidades suficientes en las últimas dos décadas como para solventar rescates bancarios, costear campañas electorales insultantemente caras y pagar salarios exorbitantes a los altos funcionarios: se requiere ahora de la decisión política de repartirla en forma justa y equitativa, y para ello es imprescindible abandonar lecturas optimistas y autocomplacientes de los indicadores y avanzar hacia un cambio en la actual política económica.