Editorial
Ver día anteriorSábado 12 de febrero de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Egipto: la hora del pueblo
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eza una premisa fundamental que sólo los pueblos tienen derecho a decidir su propio destino, a elegir la forma de gobierno que mejor les convenga y a estructurarse libremente en la búsqueda de su desarrollo y emancipación. Resulta difícil encontrar, en las recientes décadas, un ejemplo más contundente y admirable de defensa colectiva de ese principio que el que los egipcios han dado al mundo, durante los pasados 18 días, desde las calles de El Cairo y otras ciudades de esa nación.

Los sentimientos de desesperanza, frustración e ira que prevalecían en las masas egipcias hasta la noche del jueves –cuando Hosni Mubarak anunció, contra todo pronóstico y en una alocución delirante, su determinación de seguir en el poder hasta septiembre– se trocaron ayer en alegría y júbilo: el vicepresidente, Omar Suleiman, anunció la dimisión del autócrata encaramado en el poder desde hace tres décadas; informó el traslado del poder al Consejo Superior Militar, encabezado por el ministro de Defensa, Mohamed Tantaui, y ocasionó, con ello, una respuesta apoteósica de los cientos de miles congregados en la simbólica plaza Tahrir.

Al margen de los sucesos y las decisiones por venir en Egipto –el camino hacia la democratización efectiva, y hacia la institucionalización de ésta, parece aún largo e incierto–, la revuelta popular ahí desarrollada merece, al igual que la que derrocó a Ben Ali en Túnez, el calificativo de histórica, y ambos sucesos han legado un conjunto de valiosas lecciones: para quienes pusieron en entredicho la factibilidad de una revolución en el mundo árabe que tuviera en el centro de sus demandas la democracia y la vigencia de los derechos humanos; para quienes menosprecian la explosiva mezcla entre el hartazgo social hacia los regímenes autoritarios y hacia los efectos perversos del neoliberalismo y de la globalización económica –la pobreza, la falta de empleo, la escasez de alimentos–, y sobre todo para quienes, desde los centros de poder planetario, han apostado en las últimas décadas a la preservación de estructuras poscoloniales autocráticas e impresentables, a cambio de su alineamiento a los intereses geopolíticos y económicos de Occidente.

En el caso de Egipto, los términos de ese canje inmoral con Washington y la Unión Europea son harto conocidos: el respaldo al régimen de Mubarak a cambio de garantías sobre el aprovisionamiento de energéticos a través del estratégico canal de Suez; sobre el control del islamismo radical, y sobre la paz con Israel. Ahora, el periodo de incertidumbre abierto por la caída del rais deberá desembocar en un replanteamiento de esas formas de hacer política, que han sido, sin duda, un componente fundamental de la opresión sufrida por muchos pueblos en el norte de África, en Medio Oriente y en otras partes del mundo.

Es preocupante, por lo demás, que el presidente estadunidense, Barack Obama, haya expresado ayer que Egipto tendrá que tener una posición responsable en el mundo, en alusión apenas velada a los temores de Occidente de que en ese país surja un régimen hostil a su aliado en la región, Israel. Tales temores se muestran por ahora infundados, si se toma en cuenta el carácter esencialmente secular de la rebelión egipcia –a contrapelo de las voces que alertaron sobre el riesgo de una revolución islámica–, y son, además, indicativos de una doble moral: la historia reciente aporta numerosos ejemplos de que los sentimientos antisraelíes y antiestadunidenses tienden a surgir justo ahí donde las poblaciones viven circunstancias opresivas y depauperadas como consecuencia de la acción –directa o indirecta– de Washington y sus aliados.

En el momento presente, es pertinente que la opinión pública mundial exija que, sea cual sea el rumbo que haya de tomar la nación árabe, éste sea determinado por los propios egipcios, no por los impulsos de Washington y sus aliados por modelar la transición a su favor. Defenestrado el rais, desacreditado su vicepresidente y con unas fuerzas armadas colocadas por ahora como garantes de la democratización, es imperativo que los vientos transformadores estén bajo control del mismo actor colectivo que logró poner fin a tres décadas de tiranía. La actual es, en suma, la hora del pueblo egipcio.