iversos allanamientos realizados por autoridades argentinas en predios rurales del departamento de San Pedro, provincia de Buenos Aires, han puesto en evidencia las aberrantes condiciones de trabajo a que son sometidos cientos de trabajadores agrícolas en aquel país: en esos centros, propiedad de las trasnacionales Nidera y Southern Seeds Production, fueron liberados alrededor de dos centenares de peones, quienes subsistían en condiciones de esclavitud –hacinados en remolques y carpas; sin acceso a luz, baños ni agua potable, y bajo la estricta prohibición de salir de los predios–; eran sometidos a jornadas laborales abusivas, de hasta 14 horas, y obligados a comprar alimentos sólo a los proveedores
de la propia empresa, y a precios exhorbitantes.
La circunstancia, en sí misma trágica, ha puesto además al descubierto una vasta red de impunidad y complicidades en la que participan dirigentes sindicales sin escrúpulos, empresas reclutadoras de personal y, por supuesto, grandes productores agrícolas, que en Argentina detentan un gran poder fáctico proveniente, en buena medida, de la acaparación de la tierra en ese país –80 por ciento de la superficie cultivada está en manos de 20 por ciento de la población–, y quienes han hecho fortunas por medio de la explotación de peones y del pago de impuestos ridículamente bajos, o incluso a través de la evasión fiscal. Otras caras de ese poder son el papel desempeñado por ese sector, junto con los intereses especuladores de las ciudades, como soporte principal de las dictaduras militares que ensangrentaron y asolaron a ese país en el pasado, así como el peso que han adquirido en años recientes, como punta de lanza de la desestabilización oligárquica contra los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández.
Por lo demás, en el episodio comentado es posible apreciar la continuidad de normativas anacrónicas e impresentables adoptadas durante el último régimen militar (1976-1983): es el caso de la Ley Nacional 22248 (1980), que rige la actividad de los trabajadores rurales temporales en Argentina, y cuyo artículo 84 (Los diferendos que se suscitaren no podrán dar lugar a la paralización del trabajo
) niega a éstos el derecho de huelga que garantiza la Constitución de ese país, en lo que representa un régimen de excepción, a todas luces injusto e inadmisible.
Así pues, en la explotación inhumana de peones agrícolas en Argentina convergen inercias autoritarias del pasado reciente con los efectos del modelo neoliberal implantado en ese país durante la presidencia de Carlos Menem, que conllevó un abaratamiento generalizado del trabajo y un deterioro en las condiciones de vida de los sectores pobres en aquella nación, empezando por los rurales. A lo que puede verse, un beneficiario principal de ambos procesos ha sido –y sigue siendo– el gran sector agroexportador argentino.
En la medida en que esos elementos no sean corregidos desde sus determinantes profundas no será sorprendente que episodios como el referido sigan presentándose en la nación sudamericana. El gobierno argentino, que en años recientes ha tenido avances notables y valiosos, como el derrumbe de la red de impunidad que se diseñó a sí misma la última dictadura y la reorientación del Estado hacia la justicia social, tiene en este ámbito una tarea pendiente e impostergable.