azar y huir. Al filo de la vista aparecen los bordes, las nervaduras. El verde adquiere forma. Un bosque se le refleja en cada ojo caleidoscopio, de rama en fondo bajo la cebra de sombras de la mañana. Corre instintivamente desde una perspectiva de cuadrúpedo. Nacido entre lobos, criado entre ellos. Cómo no iba a ser.
Mirada resplandeciente, atávica, rapidísima. La late recio el corazón. Cazar y huir. Siempre sobrevivir. Pertenece a la casta de los verdaderos perseguidores, no teme al hombre ni sus carreteras. No entiende la escopeta que sella su destino.
Su olfato, arcoiris de matices, lo guía por la maleza en lo que salta los escollos de las piedras. Su nariz ve mejor que los ojos. Aun ciego sería preciso, veloz, consistente. Se aleja de la condición perro cada que ladra, cada que sabe que sólo puede estar en libertad, sin correa, bozal, cojines ni platos, sin la vida de gato que llevan tantos perros.
Mata borregos, sorry. En manada, mata vacas, si el hambre apremia. Marea ciervos, y deja las gallinas a las zorras. Ataca por el cuello, se adueña del pecho de su presa. Cuando un guerrero se erige en Caballero Lobo, todos saben que será feroz y juran respetarlo aunque tarde o temprano lo vayan a matar confederadamente y a traición.
Fuera de eso, el lobo está condenado a vivir. Y cuando al fin muere, no importa cómo, lo hace atravesando el aire en el que va suspendido y en él se desvanece aullando como niño.
*
Eclipse total. Las noches bajo cero se han hecho costumbre últimamente, así que en estos prados nadie sale sin bufanda ni abrigo de lana. No habría de ser menos frío el enclave calendario del solsticio de invierno. La Luna impaciente salió temprano, a media tarde, como con prisa por llegar a la cita. Redonda, la cara lavada y lista. El atardecer fue dorado y transparente, pero luego la oscuridad levantó un velo que empañaba la atmósfera. Apretó el frío. El cielo se extendió reluciente y pulido. Una estrella fugaz cayó en lo alto. La Luna se encaminaba a su centro. Lo anunciaron las noticias, con cierto detalle astronómico a manera de trivia.
Cerca de la medianoche una sombra le ahumó una orilla a la blanca y perfecta circunferencia. Una hora más tarde, la tortilla mordida se había vuelto Jano: una cara blanca y otra perfectamente opaca, roja. Las constelaciones salieron a ver, ni modo de perdérselo, enteritas, en animada asamblea. No faltaba ni una. Dos planetas se colaron por las rendijas y parpadeaban amarillos, monedas falsas en un océano de doblones y centavos de plata pura.
Iban a dar las tres cuando la Luna quedó cubierta por entero, encendida, tizón avivado. Pesaba, desafiando la ágil coreografía del firmamento, que la llevaba en hombros. Nunca vi un cielo tan enamorado de la Luna. En tercera dimensión, sin anteojitos. Colgando. El frío arrojaba cuchillos. Los gallos de las rancherías, que siempre se despistan en los eclipses, se pusieron a cantar a las tres de la mañana.
La tierra del suelo, tiritando como estaba, atrajo como imán las navajas de una helada neblinosa que le bajó el telón al espectáculo del cielo. La niebla abrazó todo. Los gallos y yo nos fuimos a dormir con un tizón opaco pintado en los ojos. Y plumas, para qué las queremos. De aquí al amanecer aunque sea.
*
Las semillas saben. Las pequeñas bolsas transparentes contenían exactamente un puñado de granos de maíz cada una. Unas fuertemente doradas. Otras, rubias y pálidas.
–Llévalo éste si lo quiere sembrar aquí –dijo el hombre del puesto de madera y verduras, ofreciéndome un puñado de las segundas.
Yo no había dicho nada. Sólo sopesé una bolsa del grano rojizo. El hombre, un zinacanteco con florido saco en morados y azules, dedujo que quería granos para sembrar en tierra fría.
–Ese que garraste es para tierra baja, donde es caliente.
Cómo es que las semillas saben dónde y cuándo, ¿verdad? Cómo es que hay gente que sabe también. Así está hecho el mapa verde del mundo. Las semillas lo saben mejor que nadie. Cada espora, polen, raíz alada de orquídea o simiente cae donde debe. Eso lo han conocido y respetado todas las civilizaciones que han sido, excepto una: la nuestra. El actual aprovechamiento integral de los recursos del planeta
implica interferir con las semillas y las esporas. Erradicarlas, pavimentarles el piso, sustituirlas por unas que sean transformadas genéticamente, no silvestres, y contagiarlas a la fuerza. Y de tal manera condenar a las especies naturales, como en las peores pesadillas de Philip K. Dick.
¿Aprenderemos algún día nuevamente a hacerles caso a las semillas que da la Tierra? Sin la más abierta variedad de verde el futuro pintaría negro. Nuestra civilización destruye suelos y subsuelos, emponzoña aires y mares, extiende las manchas de un sólo desierto. Nuestro mundo verde empequeñece rápidamente.