on el resguardo de elementos policiacos, ayer se reanudaron las obras del paradero de la línea tres del Metrobús en la colonia Narvarte, que la víspera ocasionaron roces entre vecinos e integrantes de la fuerza pública. Aunque las autoridades capitalinas afirmaron que los trabajos no se detendrán, y desde las primeras horas de ayer retiraron el plantón que realizaban los vecinos, éstos señalaron que proseguirán con las acciones de protesta, y lamentaron la decisión del Gobierno del Distrito Federal (GDF) de continuar las obras a pesar de las muestras de rechazo ciudadano.
De tal forma, parece configurarse un segundo frente de conflicto ocasionado por la construcción de obras públicas en la capital: el otro es el que ha surgido en torno a la edificación de la llamada supervía poniente, el sistema de cuota con el que se pretende conectar el Periférico Sur con Santa Fe, y que ha concitado el rechazo de los habitantes de la colonia La Malinche, que se oponen a las expropiaciones realizadas por el GDF, así como de diversos sectores de la sociedad civil.
Es innegable que el desarrollo del país y de su capital demanda la construcción de obras importantes, como es una nueva ruta de transporte público –con la infraestructura correspondiente– y de nuevas vialidades. Tales obras, además de satisfacer necesidades específicas –la movilidad de millones de habitantes de la capital y del estado de México–, impulsan el desarrollo económico en muchos más sectores que el de la construcción, contribuyen a generar empleos y dan una imagen renovada a la ciudad de México. No obstante estas consideraciones, e independientemente de los estudios que obligadamente debieron realizarse sobre la viabilidad de estos proyectos, ambos fallan en un aspecto fundamental: la consulta de las autoridades a las poblaciones afectadas por la construcción de las obras.
En el caso del paradero de la línea tres del Metrobús, vecinos de la zona han mostrado ya su inconformidad por lo que consideran que es una obra innecesaria, que provocará daños ecológicos y a las viviendas además de aumentar la inseguridad en la zona. Por lo que hace a la supervía poniente, a la inconformidad de los vecinos por las expropiaciones se suman consideraciones de índole ambiental y cuestionamientos sobre el beneficio público de la obra –como afirma la autoridad– o si acabará siendo, ante todo, gran oportunidad de negocio para los operadores privados. En ambos casos, el gobierno capitalino ha mostrado poca sensibilidad y falta de capacidad para el diálogo, así como escasa habilidad para convencer a la opinión pública de la pertinencia de las construcciones.
Desde una perspectiva más general, no puede negarse que la proliferación de obras públicas en la ciudad capital alienta la molestia de muchos de sus habitantes, que ven afectadas sus actividades cotidianas. Si bien no se puede desacreditar la pertinencia y necesidad de estas construcciones, es exigible, en cambio, que las autoridades compaginen su realización con las necesidades de los ciudadanos.
Por otra parte, el afán del GDF de descalificar las protestas referidas como actos partidistas enrarece el ambiente político y merma la confianza ciudadana en sus autoridades: en primer lugar, porque al no concretar las acusaciones, éstas quedan en el terreno de la insinuación; en segundo, porque con tales señalamientos pareciera que se busca desacreditar de antemano el descontento, antes que atender sus causas.
Sea como fuere, gobernar sin consultar a los gobernados y sin informar puntualmente a la ciudadanía resulta ya inadmisible en cualquier nivel de gobierno, y es particularmente inconsistente con el estilo del capitalino, que ha mostrado en otros ámbitos apertura y sensibilidad hacia las demandas de la población.