Ciudades rurales en Chiapas
Adiós a la tierra
Hermann Bellinghausen, San Cristóbal de las Casas, Chiapas. El proyecto de “ciudades rurales sustentables” que el gobierno aplica en Chiapas, amparado en los Objetivos del Milenio de la Organización de las Naciones Unidas, cumple una función en la contrainsurgencia sistemática que se desarrolla en las comunidades indígenas del sureste mexicano hace ya tres lustros para desarticularlas y expulsarlas de sus territorios; doblegar la rebelión iniciada por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional en 1994, y despoblar las tierras ancestrales de los mayas.
La voracidad neoliberal por los territorios indígenas ocurre a lo largo y ancho del país, y el proyecto es saludado como “pionero” por funcionarios de otros estados, que ven en las ciudades rurales de Chiapas no un experimento, sino un modelo. Impulsado por la onu, bajo directrices del Banco Mundial, se ha implementado en Guatemala y Brasil para concentrar a la población rural, destruir los tejidos comunitarios y abrir paso a inversionistas que aprovechan los territorios. En ambos casos ha servido de antesala a la migración de las familias completas.
Se argumenta combatir la “dispersión” de las comunidades, que es precisamente lo que caracteriza a la civilización indígena mesoamericana. Los núcleos urbanos no son lo suyo, pero ahora, para “darles todos los servicios” (agua potable, electricidad), se les concentra en locaciones que reinventan las “reservaciones” clásicas. La terminología cambió: hasta el siglo XIX, se hablaba de reducir a los pueblos indios. Después, la modernidad se propuso integrarlos. El neoliberalismo, más impaciente, quiere concentrarlos.
En Chiapas ya cumplió un año la ciudad rural de San Juan Grijalva, que responde a un desastre natural, y quedó terminada la de Santiago El Pinar, en la montaña tzotzil. Es vecina del Caracol zapatista de Oventik, sede de la junta de buen gobierno del territorio autónomo de los Altos de Chiapas, compuesto por siete municipios rebeldes.
La creación de estos “polos” urbanos es promovida por empresas de gran calado en el universo consumista: Televisión Azteca, su empresa de menudeo y enganche bancario Elektra, Telcel, Coppel, una cadena de tiendas “de conveniencia”, los mayores consorcios de pinturas y cemento.
En Santiago el Pinar, los pobladores de Nachón, Pechultón, Ninamhó y Pushilhó vivirán “concentrados” sobre laderas escarpadas, en palafitos de cemento, más pequeños que sus solares originales y lejos de la milpa. Pisos de triplay en una serranía húmeda. Los rodean cercas y quebradas.
Un argumento del proyecto es que El Pinar posee un bajísimo “índice de desarrollo humano”, aún siendo de tiempo atrás un centro de contrainsurgencia y control militar contra los pueblos zapatistas. Declarado municipio en 1998 por el gobierno, sustrayéndolo de San Andrés Larráinzar (llamado Sakamch’en de los Pobres por los zapatistas), ya era un enclave militar y paramilitar antes de la masacre de Acteal (1997) ocurrida en el también vecino municipio de Chenalhó (para los zapatistas Polhó). Hoy El Pinar es “el más pobre”. De lo que sirvió la sumisión institucional.
Quizá no deba entonces resultar extraño que se pretenda una ciudad rural en Chenalhó. El gobierno estatal lo niega y llama “enemigos de la paz” a quienes insisten en denunciarlo: la parroquia progresista, las comunidades eclesiales de base y organizaciones civiles como La Abejas, víctimas de la masacre de Acteal y adherentes de la Otra Campaña del EZLN.
Con las ciudades rurales, presuntamente diseñadas para erradicar la pobreza, “ya no nos dicen esclavos pero igual es para hacernos trabajar en su Proyecto Mesoamérica en sus minas, maquiladoras y plantaciones”, señalaban Las Abejas en septiembre. El gobierno “ya no quiere que sembremos la milpa y otros alimentos ancestrales, sino palma africana y pino piñonero; con la milpa y el frijol nos alimentamos; palmas y piñones producen biocombustible para alimentar a los carros”.
Grabado: Francisco Moreno Capdevila