¿Qué caso tiene posponer el futuro?
El silencio es un espejo. Pero no sólo para quien escucha. También para el que calla. El silencio que hay ahora en México aturde a todos. Es atronador. Cuánto sentido tuvo que unos refulgentes compañeros le dijeran al mundo que cualquier espacio de diálogo donde se buscara entendimiento juntos era subversivo y vital.
Ricardo el Ronco Robles dijo alguna vez que no era cierto que los anarquistas buscaran el caos, como luego se decía, que “caos es la chingadera más grande que nos imponen los gobiernos”. Y el maestro Alfredo López Austin ha escrito que el verdadero caos es innombrable. Ese caos y una fragmentación continua, ese vacío entre las palabras y los hechos y entre éstos y sus consecuencias, son el modo de operar de los cuerpos represivos, las instituciones, las dependencias y los aparatos jurídicos y legislativos desde que Felipe Calderón llegó al poder.
El caos puede ser impuesto de la manera más brutal. Que la gente no entienda nada. Que viva aterrorizada y no busque rebelarse contra su condición. En el contundente estado de guerra contra un enemigo cambiante y difuso llamado “delincuencia organizada” (pero que en los hechos sirve para criminalizar expresamente las luchas sociales de toda índole), han muerto asesinadas más de 30 mil personas en menos de cuatro años.
Pero en el caos impuesto hay un gran margen de impunidad, de irresponsabilidad e ineficacia, de obsolescencia, por parte de quienes buscan controlarlo todo. Hay huecos, mañas, vicios en los modos. Y el control total falla a cada rato. Je.
En México la gente, las comunidades, los pueblos, resisten todavía (como en casi ningún otro lugar del mundo) la imposición de los transgénicos, el acaparamiento de tierras, la certificación agraria (con su fragmentar la propiedad social), la entrega del agua, la certificación de las semillas y el establecimiento de derechos de propiedad intelectual sobre éstas. La gente resiste los megaproyectos: sean aeropuertos, represas o minería, petroquímica, urbanización brutal o basureros; resiste que le roben el manejo de su territorio con reservas de la biósfera o con mecanismos de mercado como redd, y a diferencia de otro países todos estos proyectos y disposiciones no han logrado arrasar.
Por esa imposibilidad de doblegar a la gente, entre otros factores, crece y se desparrama por doquier la violencia extrema con que se ejerce el despojo, la devastación y las imposiciones.
Se le olvida al poder (y a nosotros también) que esa resistencia viene, en mucho, de que aquí ocurrió una revolución que defendió la tierra y la comunidad —y por ende una mirada del territorio que integraba agua, tierra, saberes y socialidad de justicia. Y eso en los pueblos sigue vivo. Hubo, en 1994, un levantamiento zapatista que le recuperó sentido a la palabra compartida, reivindicó la historia propia, revaloró la tarea de cuidar el mundo con su vida campesina y lo que han sido y son los pueblos indígenas.
Hablar de la guerra como programa de desarrollo era casi una metáfora hace unos años. Hoy es política expresa de gobierno en complicidad con corporaciones de todo tipo y sistemas de mercenarios/paramilitares/sicarios: hombres armados que en los hechos privatizan la guerra ejerciéndola como cualquier otro negocio, y a la vez la vuelven un instrumento expreso de la privatización y el despojo indispensables para los mecanismos de desarrollo “verticales”, de la mano de leyes que expresamente le impiden a la gente que logre la justicia. Entonces, en el Michoacán de los hijos de Martha Sahagún y de la familia Calderón, por ejemplo, es posible expulsar de sus territorios, a punta de metralleta, a campesinos que tenían su diversidad de cultivos, su trabajo comunitario, su asamblea y su visión de futuro y que o se van, se mueren o viven sojuzgados a plantar el monocultivo de aguacate, el maíz transgénico (que en otras zonas nomás no pasa) con los agrotóxicos impuestos, con el paquete de semillas de laboratorio y con el sistema de ordenamiento y control territorial, político y cotidiano. La humillación decidida por los jefes encubiertos de los paramilitares que sólo son soldados en un juego ajeno, va por cuenta propia. Y no sólo ocurre en Michoacán. Todo el norte, Jalisco, Guerrero, Oaxaca, Chiapas, San Luis Potosí, Hidalgo, Puebla, Veracruz, Edomex, todo el país.
La vieja tesis antropológica de los conflictos internos, inter o intracomunitarios donde “se rompieron las mediaciones” y donde incluso de modo armado ha existido violencia mutua durante muchas décadas no alcanza a explicar las condiciones que provocan por momentos o temporadas que tales conflictos se recrudezcan y unos cuantos puedan orillar a todo un pueblo a salirse quemando sus casas, tendiendo emboscadas, violando a las mujeres y acribillando a indefensos. Se requieren otros muchos elementos para tejer la complejidad implicada e intentar las explicaciones que quedan ocultas tras la proclividad a invocar neutralidades, objetividad, y que “ambos bandos tienen sus razones”. Así lo vemos en los noticieros con las guerras de cárteles, que nos educan en esas tesis. El vacío provocado en el público y en las poblaciones consideradas “objetivos” (por la minería, los biopiratas, los acaparadores de tierras, o quienes ejercen todo tipo de negocios turbios) es aprovechado por la ingeniería de conflictos.
Nunca antes había sido tan claro que desde el fondo de los tiempos, los pueblos y comunidades, la gente común, siguen ahí y los sistemas están más y más desesperados por controlarlos. Quienes desde siempre han puesto su vida entera al servicio del mundo ejerciendo un cuidado y un equilibrio entre plantas, animales, torrentes, lluvias y fuentes de agua que alimentan el monte, y “seres naturales y espirituales”, resguardan, intercambian y cultivan alimentando a su propia comunidad y en gran medida al mundo. Eso los confronta radicalmente con los sucesivos sistemas que han buscado imponer un “orden” mediante leyes, disposiciones, políticas, extensionismo, programas, proyectos y dinero, y que en el fondo están ávidos de controlar la mayor cantidad de relaciones, riquezas, personas, bienes comunes y actividades potencialmente lucrativas. Por eso producir nuestros alimentos de modo independiente del llamado sistema alimentario mundial es algo profundamente político y subversivo.
La devastación que el capitalismo inflige para reproducirse y expandirse es literalmente sideral. Exigir justicia social y ambiental es apenas una muestra, un pequeño símbolo de las futuras y encarnizadas luchas por sobrevivir y seguir siendo lo que reivindiquemos ser. Entonces la autonomía. Ya no es sólo urgente la decisión de vivir, trabajar y buscar entender juntos, aquí y ahora, en nuestro propio lugar. Es absolutamente inescapable si va a haber un futuro. Pero trabajar el presente es la única manera de construir relaciones diferentes, aquí y ahora, en este instante, y construir el futuro. Es extraño dejar el futuro para después.
Ramón Vera Herrera