e oído historias de gente longeva que permanece lúcida o relativamente lúcida y activa hasta el final, de noventaitantos años o incluso más, pero nunca he conocido de cerca o de forma de veras familiar a ninguno de estos personajes como para confirmar de manera directa que están contentos con su vida y que de veras se encuentran dispuestos a morir cuando sea que su momento les llegue.
No es morboso de mi parte querer conocer a alguien longevo que viva tranquilo el tiempo que sea que le quede por vivir, aun solo, pobre y enfermo, o relativamente solo, pobre y enfermo. Y tal vez no sería difícil que aun en semejantes condiciones una persona centenaria o casi se comportara con naturalidad con un extraño, que sería mi caso, que me acercaría a ella con mi capacidad de observación más alerta que de costumbre, atenta al más mínimo detalle que delatara una inquietud de fondo, cualquier inquietud.
Todo, encabezado por La Ley, parece amenaza o indicar cautelas y prevenciones.
En la maññana leí en la prensa que en Kuala Lumpur un creciente número de pacientes de demencia senil son estafados por sus parientes y amigos, razón por la que se recomienda a quien esté en riesgo de perder el control de sus facultades mentales que fortalezca sus poderes notariales y proteja sus bienes de forma legal mientras esté mentalmente capacitado. (Entre paréntesis me pregunto si hay alguien que no esté en riesgo de perder el control de sus facultades mentales.)
Y por una amiga supe que los testamentos actuales en México ya incluyen una cláusula mediante la cual, de no poder manifestarlo en su oportunidad ni de otro modo, uno expresa su voluntad de que, mientras que acepta que se le asista a estar cómodo y no padecer hambre ni dolor, no se le prolongue la vida, que ya es un paso hacia la aceptación de los métodos de muerte asistida.
La otra mañana de domingo me tocó estar presente en un acto luctuoso insólito para mí pero extrañamente reconfortante. Helen Escobedo pidió que su familia y sus empleados la despidieran con una reunión de amigos en su casa en San Jerónimo. Su esposo, el doctor en física Hans Jürgen Rabe, leyó unas palabras ante la concurrencia sentada a su alrededor en el jardín, despedida que cerró con no sé qué obra de Mozart que Helen también eligió para lo que, según nos enteramos, ella misma consideraba una celebración. Entre los comentarios que oí, me llamó la atención sobre todo el de que una mujer especializada la ayudó a aceptar su circunstancia para poder morir en paz. Recordé las últimas esculturas que vi de Helen, una procesión de mujeres que se dirigían hacia las oficinas de la Secretaría de Relaciones Exteriores. Todas caminaban con una ligera inclinación hacia delante, todas llevaban a la espalda una carga que presentar ante la autoridad internacional.
De salida lamenté no haber sido capaz de acercarme al doctor Rabe y comunicarle mi opinión de que su actitud me había parecido valiente, más allá de conmovedora. Me pareció paradójico que, mientras que un sajón, que se supone frío, hubiera confrontado con sentimientos a un grupo mayoritariamente latino, que se supone cálido, ningún latino se hubiera acercado a abrazarlo.
Entre lo que Jürgen Rabe recordó de Helen en voz alta se me quedó el deseo que ella le expresó cuando se conocieron veintitantos años atráás. Según esto, ella le dijo que necesitaba vivir cerca de una ventana, para poderla abrir y volar cada vez que sintiera el anhelo de hacerlo.
Después de leer la noticia de la muerte de Antonio Alatorre (1922-2010), que había pedido que a cambio de hacerle homenajes quien quisiera recordarlo leyera sus libros, compré Los 1001 años de la lengua española y su traducción de las Memorias de Blas Cubas, de Machado de Asís.
En cuanto a Alí Chumacero, que también acaba de morir, oí que los últimos días pasaba las horas encuadernando libros, acomodado en su cama de inválido, que hizo instalar en medio de su biblioteca, para seguir rodeándose y recibiendo a sus hijos y sus amigos en el ambiente de fiesta y buen vino en el que vivió 92 años.
No sé por qué anoche soñé la frase fuerte como un junco, pero si la hubiera escrito y Alí la hubiera leído sobre mi hombro, me habría arrebatado el lápiz, con impaciencia pero no sin delicadeza, para tachar junco y sustituir el nombre por roble. Que es la impresión con la que me quedo de Alí.