yer en Morelia se realizó una manifestación en demanda de la aparición con vida de los 20 turistas originarios de esa capital que fueron privados de la libertad en Acapulco el pasado 30 de septiembre, cuando los vehículos en que viajaban fueron interceptados por hombres armados que se los llevaron. En Monterrey se llevó a cabo otra marcha ciudadana para exigir el fin de la descontrolada violencia que azota a esa ciudad y a todo el noreste del país.
Si los frecuentes combates en Nuevo León y Tamaulipas ponen en evidencia la incapacidad gubernamental para restaurar la seguridad pública y la paz social y para garantizar el derecho a la vida de los habitantes de la región, el caso de los michoacanos desaparecidos en Acapulco deja ver la exasperante ineptitud de las autoridades guerrerenses y federales para investigar y esclarecer un multisecuestro sin móviles aparentes, pues las víctimas, de acuerdo con la información hecha pública, no tienen nexos con la delincuencia organizada –hecho que descarta un levantón a la manera de los grupos de sicarios que actúan contra agrupaciones rivales– ni ostentan una posición económica elevada –con lo que se anula la idea de que hubieran sido raptados con propósitos de obtener rescate– ni son personas influyentes, lo que elimina la posibilidad de que hubiesen sido secuestradas para crear algún impacto político, como se ha dicho del secuestro, aún no resuelto, de Diego Fernández de Cevallos. Son, simplemente, ciudadanos que pretendían aprovechar un puente vacacional en Acapulco, a pesar de la torpe y falaz declaración de la secretaria federal de Turismo, Gloria Guevara Manzo, de que no cumplían con el perfil de turistas
porque no iban acompañados de sus familias ni tenían reservaciones de hotel.
En ausencia de explicaciones y hasta de pistas oficiales sobre el paradero y la suerte de los morelenses, es pertinente citar algunos elementos de contexto: la desaparición, a mediados del mes pasado, de otros cuatro michoacanos en Veracruz, la de otros siete en Colima, y la masacre perpetrada el viernes en Tecalitlán, Jalisco, en la que fueron asesinadas cuatro personas y heridas otras siete, todas originarias de Michoacán. Todo ello ocurre, además, con el telón de fondo de la campaña de criminalización de funcionarios michoacanos emprendida el año pasado por la Procuraduría General de la República, conocida popularmente como michoacanazo, y que ha resultado ser, a juzgar por las secuelas judiciales, una verdadera fábrica de culpables
, legitimada en su momento por la mayoría de los medios y por los líderes de opinión
cercanos al gobierno calderonista.
Como quiera, la súbita desaparición de 20 personas en Acapulco es un referente aterrador –uno más– de descontrol policial, de ausencia de estado de derecho y de la inexistencia, de facto, de garantías individuales. Por desgracia, tales circunstancias no son exclusivas de ese destino turístico: por el contrario, afectan extensas regiones del país –como ocurre en el noreste de la república– y tienden a expandirse. Cotejados con hechos como los que se refieren, los alegatos de que se está ganando
el combate a la inseguridad y a la delincuencia organizada resultan inverosímiles e inaceptables.