El virtuoso de la trompeta orquestó concierto en el Auditorio Nacional
La noche reunió a Paquito D’Rivera y Chano Domínguez con sus combos, acompañados de Antonio Sánchez
Se escucharon La llorona, Libertango y Alfonsina y el mar, para Mercedes Sosa
Viernes 15 de octubre de 2010, p. 8
Llevado por el virtuosismo, Wynton Marsalis, uno de los mejores trompetistas del orbe, y su Jazz at Lincoln Center Orchestra, acompañados por músicos de elevados aires, ofrecieron en el Auditorio Nacional la noche del miércoles más que un concierto de jazz: una orgía auditiva, una sesión jam de pura alquimia en la que se disfrutó de una fusión del flamenco, el bolero y la canción popular mexicana.
Esta constelación de artistas se permitió desarrollar un jazz jondo, un jazz bolero, clásico y popular que, convertido en nómada, fue transgresor de cualquier cultura, al mutar canciones populares mexicanas de dominio público, como La llorona, en piezas de buena estética. O bulerías gitanas en canciones de un swing de cadencia negra, que bien pudieron desarrollarse a orillas del río Misisipi. Estas piezas fueron acompañadas por el golpe de los pies de un bailaor en el tablao colocado en el proscenio. También ofrecieron boleros (como Contigo aprendí, de Armando Manzanero), que demostraron que la música es un migrante de perenne belleza, que convirtió en emperadores a los que se dieron cita en el recinto de Reforma, donde Marsalis ejecutó acto de nigromancia acústica.
Juerga auditiva
Incesante promotor de la cultura musical, Marsalis, oriundo de Nueva Orleáns, decidió crear Celebremos América, concierto en el que su combo, la Jazz at Lincoln Center Orchestra (que ha recorrido más de 300 urbes de todos los continentes, donde realiza labores educativas con el jazz), así como músicos de la dimensión del saxofonista y clarinetista Paquito D’Rivera, el pianista Chano Domínguez y el baterista mexicano Antonio Sánchez convirtieron en juerga auditiva.
Del swing al bolero, del tango a las bulerías, de las suites clásicas a las canciones populares, fueron las ocurrencias que Marsalis –deidad terrenal agraciada por la musa de la música– propuso a sus amigos, quienes gustosos se ganaron a un público hambriento de buena música.
El convite comenzó con tres movimientos de la Suite Vitoria, escrita por Wynton como ofrenda al festival de jazz de Vitoria, España. Apareció en el escenario, además de su orquesta neoyorquina, el quinteto flamenco de Chano Domínguez. De Cádiz a Nueva Orleáns nombraron esta pieza, en la que el percusionista Manuel Masaedo, el cantaor Blas Córdoba (con unos registros de voz estratosféricos) y el bailaor Daniel Navarro (de estética figura y movimientos de pies supremos) dieron el toque andaluz misisipiano. Del dolor a la pasión fue la traducción del diálogo que crearon el sonido de los pies de Navarro en la tabla junto con los microtonos del metal de la trompeta de Marsalis.
El mismo tablao sirvió para que los ruidos emitidos por los pies del bailarín de tap Jared Grimes –uno de los más reconocidos en la actualidad, perteneciente a la compañía Rhapsody, y coreógrafo de una puesta del Cirque du Soleil– se hicieran uno solo con los sonidos de las vibraciones de los labios de Marsalis sobre el metal. La orquesta Lincoln y los deditos brujos de Chano Domínguez sobre las teclas de su piano, así como las tarolas y tambores de Antonio Sánchez, daban el contexto para esa plática cadenciosa, para imaginar un ágape a la orilla de ese río estadunidense, donde transitaban barcos de vapor.
Las charlas musicales siguieron: los bateristas Antonio Sánchez y Ali Jackson hablaron con sus baquetas, y Blas Navarro y Jared Grimes hicieron lo propio en las tablas: con movimientos precisos demostraron que la expresión artística no tiene límites. De swing y flamenco, dos culturas aparentemente lejanas
; por eso las fronteras no existen en la música
, dijo el pianista español.
Después apareció Paquito D’Rivera, quien ofreció a los habitantes de la exuberante Tenochtitlán
unos hermosos arreglos de piezas mexicanas y argentinas. Invitó al escenario a una banda internacional, como la ONU, pero ésta sí funciona
. Se trataba del mexicano Antonio Sánchez, un azteca de Sydney, Australia
(dijo Paco), el arpista colombiano Edmar Castañeda, el bajista peruano Óscar Stagnaro y el trompetista argentino Diego Urcola. Regalaron Libertango, del genio del bandoneón Astor Piazzola; Yo vendo unos ojos negros, del chileno Lucho Gatica, que con el arpa del de Bogotá, Colombia, brincó las líneas hacia un son jarocho, que un miembro del público aderezó con un “querreque…”
Paquito se metió más a México con el representativo son istmeño La llorona. Al sax de paquito D’Rivera poco le faltó para cantar esa pieza popular. Reaparecieron en el escenario los flamenquistas, lo que devino coito de zapateado entre dos músicas, dos culturas. Pero bajaron los ánimos al grado sublime con un arreglo down tempo de Alfonsina y el mar, homenaje a Mercedes Sosa, como dijo el trompetista argentino Diego Urcola.
La experimentación no se detuvo: La Adelita se escuchó cadenciosa por las cuerdas del colombiano Castañeda.
Después regresaron al escenario los 14 miembros de la Lincoln Center Orchestra, junto con el sensei Marsalis, quienes deconstruyeron dos piezas mexicanas: Contigo aprendí, de Armando Manzanero, y El sinaloense, ofrenda a los metales del sonido de banda.
Volvió Paquito para interpretar una pieza que vengo escuchando de mi padre desde que era niño
: Estrellita, de Manuel M. Ponce.
Regresó luego el complejo combo de metales de Nueva York, así como Chano para desarrollar más jazz jondo del Misisipi que, como había dicho el pianista de Cádiz en estas páginas, dejó huella corrosiva.