La mezzosoprano checa Magdalena Kozená fue la estrella en el estreno de Julietta
La revivificación de la Séptima Sinfonía, de Dvorak, completó el programa
Domingo 3 de octubre de 2010, p. 3
Berlín, 3 de octubre. Noche de música checa con la Filarmónica de Berlín, con el rescate de una ópera de Bohuslav Martinu y la revivificación, merced al desempeño técnico de los atrilistas alemanes, que alcanza la perfección, de la Séptima Sinfonía de Dvorak.
La estrella de la noche fue la mezzosoprano checa Magdalena Kozená, quien con Charles Mackerras realizó la recuperación de la partitura de Martinu, primero en un disco compacto que en breve será galardonado con el premio Echo Klassik, que otorga la Deutsche Phonoakademie en la categoría de disco del año en estreno mundial
, y ahora en su premier en vivo, que ocurrió en Berlín este fin de semana.
El maestro Mackerras, referente en la música de las recientes seis décadas, falleció el 14 de julio, a los 84 años. Estaba anunciado para dirigir este fin de semana a la Filarmónica de Berlín con la partitura de Martinu.
Su lugar lo ocupó el joven checo Tomas Netopil, alumno de Jorma Pakula, conocido en México por ende, pues Pakula preside el jurado del Concurso Internacional de Dirección de Orquesta Eduardo Mata, y con una carrera deslumbrante en la escena de primer mundo.
Bohuslav Martinu es, con Antonin Dvorak y Franz Kafka, epítome de la cultura checa. Su obra va creciendo en Occidente con el paso lento de los años y sus visitaciones cada vez más continuas en los atriles de las orquestas más importantes del planeta, como es el caso ahora con la filarmónica berlinesa.
Escribió en 1937 su ópera Julietta en la culminación de su periodo de madurez creativa; él mismo escribió el libreto, a partir de una obra de teatro titulada La clef de songes (La llave de los sueños), del dramaturgo Georges Neveux, e imprimió dosis semejantes de surrealismo y ángulos notorios del primer expresionismo.
Luego de su triunfal estreno en Praga, en 1938, Martinu extrajo tres fragmentos de esta ópera y la tradujo al francés. El manuscrito se perdió y fue recuperado hace apenas unos años.
La historia es fantástica: un hombre llamado Michel (encarnado en el estreno berlinés por el tenor Steve Davislim) emprende la búsqueda de una mujer llamada Julietta (Magdalena Kozená), cuya voz escuchó alguna vez en algún pueblo porteño.
La peculiaridad de esta odisea consiste en que nadie en el pueblo la recuerda porque todos han perdido la capacidad de la memoria, de manera que acuden a todos los recursos, incluso a un adivinador, para que lea el pasado, cuando los adivinadores se supone divisan el futuro, y todo se convierte en un juego de espejos donde el poliedro refleja la memoria colectiva en la historia individual de cada quien, hasta formar un laberinto de sueños.
Para la premier que ocurrió en la sala sede de la Filarmónica de Berlín, recinto conocido como Philharmonie, intervinieron también la soprano Michele Lagrange, el barítono Fréderic Gonçalves y el bajo René Schirrer.
En vivo, la voz de Magdalena Kozená –esposa del director titular de la Filarmónica de Berlín, Simon Rattle– es una de esas experiencias únicas en la vida: su capacidad expresiva, el alcance de su tesitura, la tersura aterciopelada de su emisión canora pusieron en órbita al público que agotó las localidades.
Esta portentosa cantante eslava aparecía y desaparecía de escena, como uno de esos entes de ensueño en el laberinto de sueños que tejió con su música Martinu, una música que conecta de inmediato con otra obra maestra: Pelléas et Mélisande, de su admirado maestro Debussy.
Los hallazgos sonoros del autor checo son tan sorprendentes que el escucha se sumerge en un estado meditativo semejante al que produce la Música para cuerdas, percusión y celesta, de Bela Bartók.
Precisamente, los sonidos de la celesta en combinación con los de un piano gigante acusan una fuente sonora insospechada en lo que el mundo conocería décadas después en la obra de Philip Glass: un efluvio repetitivo, un continuo sonoro que burbujea, repta, asciende, atrapa. Abraza en magia.
La arquitectura de la Philharmonie fungió como el recinto idóneo para estos fluidos sonoros: su espacialidad entre picassiana y surrealista embonó a la perfección con el desplazamiento planteado en los movimientos de los cantantes, que entraban y salían de escena emitiendo sonidos de encantamiento.
Un coro femenino en off, así como un órgano de fuelle que reprodujo la atmósfera callejera de un poblado que se sueña, completó tal encantamiento.
En el tercero de estos fragmentos recuperados (de hecho el título original es Trois Fragments de l‘opera Juliette. La clef de songes), Magdalena Kozená apareció como en un sueño en una de las terrazas superiores de la sala, en un efecto acústico-escénico de alcances inenarrables.
Ese sistema arquitectónico de terrazas propició en la segunda parte del programa, compuesto por la Sinfonía Séptima de Dvorak, una sensación de desintegración del sonido en un instante y en ese mismo instante su integración definitiva. Un sistema deconstructivo de dimensiones epopéyicas.
En música no existen, ciertamente, las definiciones conclusivas. Decir que la Filarmónica de Berlín es la mejor del planeta puede causar polémica aun dentro del consenso aplastante que así la define, solamente con un parangón: la Filarmónica de Viena.
Decir que la Philharmonie es la mejor sala de conciertos del planeta puede producir a su vez un escozor que traiga a mientes las salas de Chicago, Boston y, por supuesto, el Concergetbouw, de Amsterdam.
Lo cierto es que este fin de semana la Filarmónica de Berlín, la Philharmonie y Magdalena Kozená se convirtieron en el mejor mundo posible.