estas alturas no implica ningún gran descubrimiento afirmar que, a 200 años del Grito de la Independencia del cura Hidalgo, la independencia real de nuestro país es virtualmente inexistente. Por mencionar sólo algunos rubros: casi la totalidad de la banca y un porcentaje cada vez mayor de las áreas estratégicas de la economía están en manos del capital trasnacional; la política migratoria y la estrategia de combate al crimen organizado, prácticamente las dicta Estados Unidos. El TLCAN y la Iniciativa Mérida, que no son ciertamente expresiones de independencia nacional, funcionan como camisas de fuerza para la política económica, la política social y la política militar. Claro que se podría decir –y eso es precisamente lo que hacen los teóricos de la globalización neoliberal– que en el actual mundo globalizado estas realidades necesariamente escapan a los estrechos límites del antiguo Estado nacional. Sin discutir por el momento esa afirmación, cabe decir que hay en ese mundo globalizado otra dimensión que limita la soberanía de los estados. Pero ésta los limita de una manera que, en sentido contrario a lo que hacen las otras realidades supranacionales, pretende al menos asegurar la vigencia de los derechos humanos fundamentales de los ciudadanos. Es la esfera de las declaraciones y convenios internacionales de derechos humanos, con las correspondientes instancias jurisdiccionales que tratan de hacer valer las declaraciones en la práctica. Y aquí viene lo interesante, por no decir lo atroz: esta es la dimensión que objetan nuestras autoridades. Permanecen mudas ante la dependencia económica y las demás dependencias que merman y corroen la libertad y la capacidad de autodeterminación del pueblo mexicano, pero ponen el grito en el cielo y se rasgan las legalistas vestiduras ante la violación de la soberanía nacional que según ellas implica la exigencia supranacional de respetar los derechos humanos de la ciudadanía.
Así, la cada vez más deplorable Suprema Corte de Justicia de la Nación evadió acatar la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos contra el Estado mexicano por la desaparición de Rosendo Radilla, entre otras razones porque la sentencia implica la supresión del fuero militar en delitos cometidos contra civiles. En un arranque de nacionalismo bicentenario, el ministro Aguirre descalificó a la Corte Interamericana: “Poco le faltó para ordenar que se modificara la Constitución…” (nota de Jesús Aranda en La Jornada del 8 de septiembre). Aunque el caso que fue llevado ante la Corte Interamericana por la Asociación de Familiares de Desaparecidos de México data de la guerra sucia de los años 70 en el estado de Guerrero, no hace ninguna falta encarecer su actualidad ante los casos recientes de civiles asesinados por el Ejército en el estado de Nuevo León.
Que las políticas de combate al narco en línea con las exigencias de doña Hilaria Clinton impliquen la ejecución de miles de mexicanos, incluyendo menores de edad y familias enteras, bueno, eso pasa, no son más que daños colaterales; que las políticas migratorias que no son más que sacarle las castañas del fuego a la migra estadunidense lleven a masacres de migrantes como la de los 72 recién ejecutados en Tamaulipas, mala suerte. Pero que un tribunal internacional se atreva a decir que la aplicación del fuero militar en México viola los principios reconocidos mundialmente de protección a los derechos humanos... ¡Ah! ¡Eso sí que no! ¿Cómo vamos a aceptar que unos extranjeros nos vengan a decir lo que debe ser nuestra Constitución?
Miguel Ángel Granados Chapa, en su comentario cotidiano en Radio UNAM, señaló otro aspecto de la evasión de los ministros de la (tremenda) Corte: no podían pronunciarse sobre el tema, porque no habían sido notificados formalmente de la sentencia de la Corte Interamericana.
La prevalencia del formalismo sobre lo sustancial es uno de los rasgos característicos de una Suprema Corte que se escuda en legalismos para no tener que entrarle al fondo del asunto, vale decir, a la justicia o injusticia del asunto, que es, si vamos a creer a las palabras, la mismísima razón de ser de su existencia como corte suprema de justicia de la nación. Así lo vimos en el caso de los paramilitares responsables materiales de la masacre de Acteal que la Corte decidió excarcelar hace apenas un año. En aquel entonces el ministro Cossío declaró solemnemente que lo único que se está determinando es que a los quejosos no se les siguió un debido proceso
y procedió a enredarse en sus argumentaciones de que este enfoque, lejos de propiciar la impunidad (como es patente para cualquiera que examine la situación actual del paramilitarismo en Chiapas) favorece el estado de derecho
. Hasta podríamos sostener que la masacre de Acteal y la impunidad en que ha permanecido fueron la puerta de entrada a las incontables masacres sin nombre que ensombrecen nuestro país todos los días desde que Felipe Caderón declaró la guerra al crimen organizado.
Volviendo al nacionalismo y al caso Acteal, al día siguiente de la masacre, el entonces presidente Ernesto Zedillo expresó en términos bastante convencionales su repulsa ante la tragedia y su determinación de hacer justicia para que esos hechos lamentables no volvieran a suceder. Pero donde realmente se desató su ira y pasó de las palabras a los hechos fue ante las protestas internacionales por lo ocurrido en Acteal. A Miguel Chanteau, sacerdote francés que se desempeñaba como párroco de Chenalhó y que (con el conocimiento de la realidad que le daban más de 20 años de ese servicio) afirmó sin ambages que el culpable de la masacre era el gobierno, le aplicó de manera fulminante el artículo 33 y lo expulsó del país. La misma suerte corrieron durante todo el año que siguió a la masacre decenas de observadores internacionales de derechos humanos, que fueron perseguidos a tal grado que los mismos hoteleros de San Cristóbal tuvieron que protestar.
Pobre México: a 200 años de su Independencia, tan cerca del nacionalismo de pacotilla y tan lejos de la independencia real.