a organización defensora de los derechos humanos Human Rights Watch (HRW) ponderó ayer, en una carta, los efectos de la política de seguridad del gobierno federal de México sobre las garantías individuales, y fue al grano: calificó de contradictorio
el discurso gubernamental en esa materia –por un lado, el calderonismo afirma que defiende esas garantías pero, por el otro, cuestiona la veracidad
de las denuncias de violaciones cometidas por servidores públicos–; aludió al drástico incremento
de los atropellos a derechos fundamentales desde que se desplegó al Ejército en tareas de seguridad pública, y sostuvo que los efectivos castrenses involucrados en esos atropellos deben ser juzgados por tribunales civiles.
El señalamiento coincide con los datos proporcionados por el titular de la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Michoacán, Víctor Manuel Serrato, quien ayer rindió su tercer informe de actividades: en esa entidad –una de las que más ha padecido el incremento en los niveles de violencia e inseguridad– se han presentado casi medio millar de quejas contra la Policía Federal y la Secretaría de la Defensa Nacional en los últimos 12 meses.
Semejantes señalamientos y cifras hacen obligada una reflexión sobre el gravísimo deterioro de los derechos humanos que tiene lugar en el contexto de la guerra
declarada a la delincuencia por la administración calderonista. Los casos de familias baleadas por soldados en diversas carreteras del país, de civiles inocentes asesinados y de falsos culpables capturados sin orden judicial; los episodios de acoso de militares a activistas sociales –en Sinaloa, Chihuahua y Guerrero, por citar algunas entidades– y de abuso sexual cometido por uniformados; la criminalización póstuma de las víctimas –como ocurrió con los estudiantes asesinados a principios de año en Ciudad Juárez y Monterrey–, entre otros sucesos, adquieren una notoriedad alarmante y paradójica en la circunstancia presente: esos abusos de poder, que constituyen en sí mismos hechos delictivos, ocurren en el contexto de una guerra
declarada por el gobierno en contra de la delincuencia, y son cometidos por funcionarios cuya tarea es salvaguardar la legalidad y el estado de derecho.
En tal escenario, resulta sorprendente que el gobierno federal se empecine en defender el uso de militares para hacer frente a un problema de seguridad pública y de legalidad, a sabiendas de que ese recurso se traduce, de manera inevitable, en violaciones a los derechos humanos, en impunidad y desprestigio para las fuerzas armadas y, a fin de cuentas, en una mayor debilidad institucional. Lo anterior se agrava más por la reacción de las autoridades federales ante esos crímenes, que ha ido de la negación de los mismos –como señala HRW– a su justificación con el argumento de que son daños colaterales
, pasando por la criminalización póstuma de las víctimas. Este último punto refleja, además, una distorsión inadmisible en la mentalidad de las autoridades, pues pasa por alto que los derechos humanos son irrenunciables, independientemente del estatuto policial o penal de las personas, y que los delincuentes también los poseen.
La persistencia de la política de seguridad vigente ha implicado, pues, una renuncia cada vez mayor a la atención de responsabilidades y tareas básicas del Estado, empezando por el respeto de las garantías individuales, y el gobierno federal no parece reparar en los efectos nefastos que se han desprendido y se seguirán desprendiendo de dicha transacción. Sin embargo, es necesario que lo haga, pues de lo contrario la población seguirá atrapada entre dos fuegos: la criminalidad, por un lado, y las corporaciones de seguridad y las instancias de procuración e impartición de justicia, por el otro.