Hidalgo, la historia jamás contada, condena el amor del padre de la patria por la fiesta brava
Por desconocimiento de la tauromaquia inserta una corrida de hoy en una historia de 1800
Lunes 20 de septiembre de 2010, p. a46
En 1936, Mijaíl Bulgákov (autor de El maestro y Margarita, una de las novelas rusas más importantes del siglo XX) dio a la imprenta una biografía dramatizada del genial comediógrafo francés Jean-Baptiste Poquelin alias Moliere. Algunas imágenes literarias de esa obra reaparecen con fuerza en ciertas escenas de Hidalgo, la historia jamás contada, la nueva película de Antonio Serrano, estrenada en el bicentenario del Grito de Dolores.
Un Hidalgo crítico del dominio colonial, pero sobre todo lúdico, rodeado de amigos, familiares y amantes, que recibe con altivez los golpes de sus adversarios políticos dentro de la Iglesia y desprecia a la aristocracia del Bajío, es el que Serrano dibuja con agradecible ligereza, hasta convertirlo en una especie de cómico de la legua, cuando lo hace viajar con sus actores y músicos a bordo de una caravana de carretas similar a la que Bulgákov le proporcionó a Moliere en su libro.
Pese a que Moliere falleció en 1673 (durante la cuarta función de El enfermo imaginario) e Hidalgo nació en 1753, la equiparación funciona porque el atraso en el medio rural de la Nueva España de finales del siglo XVIII debió ser, en mucho, semejante al de la Francia del XVII. El procedimiento fracasa, sin embargo, cuando el realizador, y su guionista, Leo Mendoza, abordan, con mal disimulada repugnancia, el amor del padre de la patria por las fiestas de toros, dando por hecho que en esta materia en España ocurría lo mismo que acá.
En la cinta, un matador español llega al pueblo de San Felipe Torres Mochas, donde Hidalgo es cura párroco, y organiza una toreada. Por cubrir el trámite de cualquier modo, Serrano filma una versión minimalista e incruenta de una corrida de nuestros días, ajustada a un orden de la lidia que en 1800 no existía en el virreinato.
Aunque el rondeño Francisco Romero inventó la muleta hacia 1730 y muchos años después su hijo Pedro dividió la lidia en tres tercios –de caballos, rehiletes y estoque–, tales usos y costumbres peninsulares eran impensables en el Bajío previo al estallido social de 1810. Aquí las pachangas con reses bravas eran mucho más parecidas a las estampas que Goya pintó en su tauromaquia de 1830: eran el puritito relajo, pródigas en tequila y cohetes.
No obstante, Serrano retrató escenas del toreo por verónicas, derechazos y naturales a la usanza de hoy y con el público sentado en el más solemne de los órdenes, sin recaer por fortuna en los antiguos vicios de edición del cine taurino, en que el torero, en cada pase, enfrentaba a una res distinta. Sin embargo, acaba utilizando las imágenes como apoyos de un discurso animalista, gratuito y contrario al personaje, cuando convierte al diestro español en un sicópata que goza matando seres humanos, como si fueran bovinos, al clavarles la puntilla en la nuca.
Una vez más, la ignorancia del sentido profundo de la fiesta brava explica la militancia antitaurina, empeñada en abolir lo que no conoce y por eso no comprende, pues condena al esforzado artista de los ruedos por violar los supuestos derechos de los animales, que éstos de ninguna manera poseen, en la medida en que tampoco tienen obligaciones, ni libre albedrío.
¿Por qué un torero es, para los antis, un monstruoso asesino repugnante, mientras un carnicero del rastro es sólo un miembro de la clase trabajadora, a quien exculpamos cuando mata, despelleja y destaza indefensos vacunos, sólo porque lo hace para brindarnos proteínas y ricos sabores? La respuesta a esa pregunta debería ser el eje de la polémica que los animalistas rehúyen.