e los 25 mil cadáveres que nos han arrimado en estos años, el más desolador es el del régimen político. A diferencia de los otros veintitantos mil, ese no es enterrable tras diligencias legales; cada nueva fase de la putrefacción nos es ofrecida como prueba de renovación; llevamos más de dos décadas padeciendo un hedor insoportable –de la partida secreta de Salinas al contratismo mafioso del calderonato, digamos–; los gusanos engordan y se disputan lugares en la lista Forbes, y la autopsia se ha vuelto un relato de dos pistas: las noticias cotidianas refieren traumas y patologías mortales de necesidad, pero los guaruras de opinión ven en ellas pruebas de vitalidad, fortaleza y dinamismo.
La economía está sostenida por la depredación de Pemex (y del presupuesto público), las narcodivisas y la explotación de los migrantes. O que nos expliquen cómo, en medio de la carestía, el desempleo, las quiebras y la insuficiencia generalizada de los ingresos, los centros comerciales se mantienen a tope, la industria de la construcción experimenta, en diversas regiones, fenómenos expansivos con torres de oficinas de a 20 mil pesos el metro cuadrado y condominios horizontales de tres millones de pesos, y algunos siguen estrenando camionetotas de a medio millón.
A juzgar por la relación entre delitos denunciados y fallos condenatorios, la justicia está difunta al 90 por ciento, pero, por candidez o por necesidad de armar un discurso, los mandos de seguridad y procuración insisten en seguir alimentando con capturas y consignaciones a un sistema judicial que no quiere o no puede procesar ni un caso más. Ante la evidencia monumental del despropósito, a últimas fechas y en algunos casos se ha optado por la figura de la inexistencia de culpables: Paulette, Guardería ABC, múltiples corruptelas gubernamentales de las que se acepta el pecado, pero no se pronuncia el nombre del pecador. Y si la opinión pública insiste, queda siempre la salida de torturar a cualquier infeliz para que diga sí a todo, desde el asesinato de Julio César en adelante.
El régimen ha muerto pero no hubo apertura de testamento ni Pacto de La Moncloa que especificara quién heredaba qué, ni trámites de ese estilo y algunas veces, las menos, los herederos –mejor dicho: quienes se arrogan el derecho– consiguen ponerse de acuerdo en negociaciones turbias realizadas a espaldas del país: te doy votos legislativos a cambio de contratos, de gubernaturas, de impunidades. Pero la mayor parte de las ocasiones conducen al país a callejones sin salida o bien, se sospecha, resuelven sus diferencias a balazos.
El régimen falleció pero no quiere enterarse de la mala noticia y, por supuesto, no está dispuesto a ser remplazado por un organismo vivo y funcional. Para aparentar que está vivo, de cuando en cuando los designados para administrar la defunción le administran descargas de electricidad en los miembros y éstos respingan, como las ancas de rana en las que Luigi Galvani realizaba sus experimentos pioneros. Con propósitos de credibilidad y hasta de legitimidad, el Frankenstein agusanado mueve los ojos y hace como que emite un discurso articulado. Pero el cadáver es robusto y pesado, y cuando da manotazos, suele llevarse a la muerte a algunos espectadores.
El único punto en el que aún existe una tenue posibilidad de acuerdo con esta cosa es fijar fecha para su funeral, y en ese sentido lo más practicable es el verano de 2012. Pero no hay que dar nada por cierto: como ha quedado comprobado en un par de ocasiones, hay muertos que hacen trampa.
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