o pocas veces toca explicar la situación presente de Nicaragua en foros públicos internacionales, entrevistas de prensa y aun entre amigos siempre deseosos de saber qué fue de aquella revolución de hace tres décadas, la última del siglo en América Latina, como estos que han venido de tantas partes al Festival de la Palabra en San Juan.
Generalmente se entiende como un asunto de sueños traicionados para quienes vivieron y acompañaron aquella gesta, y para otros, que toman en cuenta la democracia como tema esencial en nuestro destino futuro, de autoritarismo a la moda, en lo que la persona de Daniel Ortega no vendría a ser el único, y excesos de corrupción de los que ahora se repiten como una plaga a lo largo del continente.
Nada particular entonces. Los decorados extravagantes que enmarcan las comparecencias del líder supremo, sus estilos histriónicos frente a las cámaras, la multiplicación de sus efigies gigantes en calles y plazas, la pirotecnia populista de sus discursos, también se repiten allende las fronteras de Nicaragua, país donde no se han inventado, sino más bien se copian, y el padre reconocido de esta nueva manera de gobernar desde las tarimas y por encima de las instituciones, que poco vienen a importar, no es Ortega, sino Chávez. Por tanto, en quien se centra la atención pública internacional es en este último, verdaderamente poderoso, porque tiene las llaves de las fuentes de petróleo, con lo que los padecimientos democráticos de Nicaragua pasan a tercer plano, y no suelen atraer los reflectores.
Un caso de tercera en el tercer mundo, que salta a veces a las primeras planas si se trata de una fotografía en la que un enmascarado dispara el cañón de un mortero casero hacia las ventanas del hotel Holiday Inn en Managua, como la que apareció hace poco en la portada del Wall Street Journal en ocasión de los disturbios callejeros protagonizados por turbas al servicio del partido oficial, porque se trata de un icono sagrado, igual que los restaurantes McDonald’s o los almacenes Wal-Mart.
Estas agresiones, orquestadas desde los ámbitos del poder para hacer valer la imposición inconstitucional de Ortega de prolongar la permanencia de magistrados de la Corte Suprema de Justicia a quienes se habían vencido sus periodos, se han repetido siempre que se les juzga necesarias para dar la impresión, cada vez menos creíble y desgastada, de que el pueblo está en las calles en respaldo de medidas revolucionarias de interés popular. Y cuando dejan de ser necesarias, cesan, para volver a repetirse según conveniencia.
El alejamiento que hay fuera de Nicaragua del verdadero sentido de estos mecanismos inspirados en la idea de imponer el terror, mientras la policía es obligada a permanecer pasivamente al margen, hace que en las oficinas de los organismos internacionales, empezando por la OEA, y en no pocas cancillerías, incluyendo el Departamento de Estado, se llegue a la tranquilizadora conclusión de que se trata nada más de disturbios aislados, después de los cuales todo regresa otra vez a la normalidad.
Nada menos cierto. No hay normalidad en Nicaragua; ni institucional ni democrática, ni en lo que se refiere al respeto de los derechos políticos de los ciudadanos, y las violaciones a la Carta Democrática de la misma OEA están asentadas en los actos de violencia contra la Constitución Política y las leyes. Para empezar, la sentencia emitida por los magistrados de la Corte Suprema de Justicia leales a Ortega, que declara inconstitucional el artículo que prohíbe la relección al presidente de la república, seguida por el decreto del propio Ortega –ya mencionado– que manda prorrogar no sólo los periodos de los magistrados de la Corte Suprema, sino también de los electorales y de los contralores, atribución que corresponde de manera exclusiva a la Asamblea Nacional. Este decreto fue, a su vez, convalidado por esos mismos miembros de la Corte Suprema, fieles a Ortega.
En esas conversaciones allende las fronteras de que hablaba al principio, suele haber alguien que expresa la esperanza de que todas estas pesadillas terminarán pronto; desde luego hay elecciones presidenciales en 2011, en apenas un año, cuando también será renovada la Asamblea Nacional. Tendremos entonces la oportunidad de elegir libremente un nuevo gobierno, y Daniel Ortega será tema de la historia pasada.
El asunto está en que realmente tengamos esa oportunidad. En lo que toca al propio Ortega, su decisión es presentarse como candidato, por mucho que la Constitución se lo prohíba, y ganar las elecciones a cualquier costo, con los votos contados por los mismos jueces electorales que cometieron el fraude en los comicios municipales de 2008, y por eso mismo es que ha dispuesto por decreto que permanezcan en sus puestos.
Y no se trata simplemente de un periodo más de gobierno. La sentencia ilegal de sus magistrados de la Corte Suprema permite una relección presidencial para siempre, en consonancia con la estrategia del partido en el poder, definida en documentos que se han hecho públicos, donde se afirma sin sonrojos que han llegado para quedarse, y que no están dispuestos a renunciar al gobierno por ninguna circunstancia.
Ortega controla, además, a los jueces y magistrados de los tribunales en todos los niveles, organizados en sindicatos militantes, los mismos que estuvieron en las calles cuando fue atacado el Holiday Inn; controla a los jueces del Tribunal Electoral y a los contralores que se supone deben detener los actos de corrupción. Y quiere, además, someter a la Policía Nacional y al Ejército, y ha empezado ya con la primera, instituciones que hasta ahora se han regido al amparo de la Constitución, y por eso han sido respetadas por los ciudadanos.
No se trata nada más de ruido en las calles y ataques esporádicos con palos y piedras, y ventanales destruidos a morterazos. Se trata de la supervivencia de la democracia en un país atacado cíclicamente por el mal de las dictaduras a largo plazo.
San Juan, Puerto Rico
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