os señalamientos formulados ayer por el titular de la Secretaría de Gobernación (SG), Fernando Gómez Mont, quien instó a las comisiones estatales y nacional de derechos humanos a no ser tontos útiles
para la delincuencia, son preocupantes por varios motivos: porque ratifican el desprecio de la actual administración a la observancia de las garantías individuales; porque ponen en relieve una hostilidad de la autoridad hacia organismos como las citadas comisiones de derechos humanos, que es ajena a los gobiernos democráticos, y porque constituyen, así sea de forma involuntaria, un llamado a permitir que las instituciones de seguridad pública y procuración de justicia actúen fuera de la legalidad.
El telón de fondo ineludible de estas declaraciones es el conjunto de señalamientos críticos realizados por diversos sectores políticos, académicos y de la sociedad organizada sobre la improcedencia de mantener a los efectivos militares en tareas de seguridad pública. Esa medida no sólo no ha contribuido a restablecer la seguridad y el estado de derecho en el país, sino que ha planteado un escenario propicio para la comisión sistemática e impune de atropellos por efectivos militares y policiales desplegados en distintos puntos del territorio nacional, y ha sometido a grave erosión la confianza de la población en las instituciones castrenses y de seguridad pública.
La situación de los derechos humanos en México es grave y tiende a empeorar, y no precisamente por el accionar de las organizaciones delictivas, como ha sostenido en forma equívoca y sistemática el gobierno en turno. A la impunidad generalizada de que disfrutan los servidores públicos que atropellan a los ciudadanos en el marco de la guerra contra la delincuencia
emprendida por este gobierno debe sumarse la documentada persistencia de la tortura, de la ejecución extrajudicial y del uso abusivo de la figura del arraigo, que implica la vulneración recurrente del principio de presunción de inocencia. En tal circunstancia, el papel de las comisiones de derechos humanos cobra trascendencia por cuanto se vuelven uno de los pocos contrapesos existentes a los abusos del poder, y pedir a esas instancias que distingan aquellas acusaciones malintencionadas y dolosas
de las que puedan tener fundamento
implica un despropósito equivalente a pedir una aplicación selectiva de sus funciones y una defensa sesgada de derechos que, entristece tener que recordarlo, deben ser garantizados para el conjunto de la población.
Por lo demás, el titular de la SG incurre en una distorsión conceptual inadmisible y peligrosa: la defensa de los derechos de los infractores de la ley implica volverse tontos útiles
de éstos o, dicho en otros términos, proteger a los delincuentes. Tal aseveración resulta preocupante por cuanto abona el terreno que requieren los sectores autoritarios y adeptos de la mano dura
para justificar, en aras del restablecimiento del estado de derecho, la comisión de toda suerte de atropellos por parte de las autoridades. En el entorno actual es pertinente recordar que la recuperación de la legalidad exige la observancia de los derechos humanos y que la tarea del Estado para con los delincuentes consiste no en cobrar venganza por sus actos, sino en aprehenderlos, formularles imputaciones y presentarlos ante las autoridades jurisdiccionales competentes para que éstas determinen su inocencia o culpabilidad.
A partir de las declaraciones del titular de la SG se puede concluir que, en la circunstancia presente, los principales factores de debilidad del Estado no radican en la actividad de los grupos delincuenciales, ni mucho menos en las funciones de los organismos defensores de los derechos humanos, sino en los dichos y las acciones del propio grupo gobernante.