l derrame de petróleo provocado por la British Petroleum (BP) en el Golfo de México no sólo es un desastre ambiental, sino también político, y se ha convertido en un quebradero de cabeza para el gobierno de Barack Obama, acusado por los afectados directos –los habitantes de las costas de Alabama, Luisiana, Misisipi y Florida– de no haber actuado en forma suficientemente ágil y drástica ante la crisis. El mandatario, por su parte, ha anunciado una serie de acciones para deslindar responsabilidades por el accidente, y ayer la Casa Blanca anunció que exigirá a la trasnacional que deposite en una cuenta manejada por un tercero los fondos para pagar por los daños que ha causado la fuga. Aunque las intenciones de Obama hacia la BP no han transitado, hasta ahora, de lo puramente discursivo al terreno de los hechos, sus regaños han causado tensión en las relaciones entre Washington y Londres: el primer ministro británico, David Cameron, manifestó hace unos días el respaldo de su gobierno al presidente de la petrolera, Carl-Henric Svanberg, a quien el mandatario estadunidense ha criticado acremente por su torpeza en el manejo de la crisis.
Resulta significativo que para las autoridades políticas del país más poderoso del mundo no resulte fácil meter en cintura a una empresa trasnacional como BP y que, por razones políticas, diplomáticas, económicas o de otra índole, la administración Obama se encuentre relativamente atada de manos. Adicionalmente, la circunstancia pone de relieve el enorme poder fáctico que poseen los grandes conglomerados industriales, financieros y comerciales en el mundo contemporáneo.
En la situación presente, el gobierno de Estados Unidos se ha limitado a pedir, con perspectivas inciertas, que la firma británica garantice el pago de los daños causados por el estallido de la plataforma Deepwater Horizon y el consiguiente derrame de crudo en aguas del Golfo de México, pero nadie, hasta ahora, ha puesto sobre la mesa la necesidad de ir más allá de acciones reactivas y de implantar medidas preventivas de control de las actividades de los consorcios trasnacionales. No lo han hecho los gobiernos de los países sedes de tales consorcios –que en su gran mayoría son de origen estadunidense, europeo o japonés– y menos pueden hacerlo las naciones en desarrollo, cuyas instituciones políticas tienen una capacidad mucho menor de velar por la integridad ambiental y por la soberanía.
Como antecedente en el caso de México, cabe recordar que los riesgos o los daños ambientales introducidos por empresas mineras –extranjeras y nacionales– han sido soslayados por el gobierno, y es claro que éste carece de la capacidad –suponiendo que tuviera la voluntad– para hacer frente al vasto poderío de una trasnacional como BP en una circunstancia semejante a la del accidente de la plataforma Deepwater Horizon.
La consideración no es ociosa, pues hace dos años la actual administración se empeñó en modificar el marco legal de la industria petrolera para permitir que consorcios foráneos como BP tuvieran un papel protagónico en la explotación de los yacimientos de crudo situados en aguas profundas del mar territorial. Uno de los argumentos centrales en la campaña propagandística oficial orientada a convencer a la sociedad de la pertinencia de tal modificación era, precisamente, que esos consorcios poseían tecnología como la de la plataforma accidentada en abril pasado frente a las costas de Luisiana.
El catastrófico episodio debiera ser un escarmiento para los sectores gubernamentales y privados que aún se aferran a la idea de explotar, en alianza con las grandes trasnacionales energéticas, los yacimientos petrolíferos situados en aguas profundas, no sólo porque la tecnología correspondiente no es tan avanzada ni tan segura como se afirma, sino también porque, en caso de un fallo como el sufrido por la plataforma Deepwater Horizon, las autoridades nacionales no tendrían la menor capacidad de actuar en defensa de la economía y de la integridad ambiental del país.