Metamorfosis de algunos diestros
l Waterloo de las vocaciones toreras latinoamericanas es España, no sólo por la catadura de las reses que allá se crían y lidian –la bravura es internacional si se sabe conservar– o por la cerrazón y el celo que caracterizan a su bien organizado espectáculo, sino principalmente porque conciben a la tauromaquia como creación propia, elemento de su identidad y expresión cultural, con apoyos más o menos eficaces de monarquías, dictaduras y democracias, siempre con una visión clara de la importancia política y económica del toreo.
Así ha ocurrido desde hace una centuria, cuando el leonés Rodolfo Gaona empezó a medir fuerzas con los toros, los toreros y los taurinos españoles. Una empobrecida Madre Patria acababa de perder sus últimas colonias y no estaba de humor para contemplar indios pretenciosos que quisieran hacerse figuras de los ruedos. Abundaban las huelgas, la represión a movimientos obreros, los alzamientos y el desempleo.
En medio de ese clima en la península, el que con los años y sucesivos triunfos en las principales plazas sería llamado El indio grande de México supo abrirse paso –con su fuerza de carácter– y hacerse de un cartel –con su enorme personalidad– sólo comparable al de Belmonte y Gallito, quien por cierto le haría la guerra dentro y fuera del ruedo mientras el mexicano se metía en líos de faldas.
Y tras el pionero que le quitó la exclusividad española al toreo, mexicanizando muchas de sus expresiones mejores, Freg y Silveti y Heriberto y Armillita y Solórzano y Garza y El Soldado y Liceaga y Carnicerito y Gregorio y Arruza y Córdoba y Cañitas y Huerta y Martínez y Cavazos y Rivera y Mariano y El Zotoluco, entre otros, hasta el día de hoy, con los Arturos –Macías, matador y Saldívar, novillero–, han experimentado en la península ibérica una metamorfosis torera inimaginable en su país.
Esta transformación de fondo en las actitudes y aptitudes de ciertos toreros de México, capaces de convencer y conmover a los públicos más exigentes y menos dispuestos a aplaudir la versión tauromáquica de un extranjero, cuyo país de origen carece de una organización taurina que lo aproveche, foguee y proyecte internacionalmente, tuvo el ejemplo más reciente con la comparecencia del novillero Arturo Saldívar el lunes pasado en la Plaza de Las Ventas.
Ante dos novillos-toros de la ganadería de Guadaira, cuyo cuajo fue proporcional a su sosería, el joven mexicano simplemente se jugó la piel como si el año pasado no hubiese estado a las puertas de la muerte luego del cornadón en un muslo que lo alejó seis meses de los ruedos. Valiente y pensando en la cara del toro, sin especular ni acordarse de que las cornadas duelen, Saldívar malogró con la espada la faena a su primero y aguantó horrores por ambos lados la fuerte embestida de su segundo, al que despachó de certero estoconazo.
Tamaña hazaña mereció apenas una discreta ovación, lo más opuesto a las aldeanas exigencias de orejas que por acá acostumbran público y empresa, trátese de diestros nacionales o importados, en esa ingenua ecuación de que a más orejas más compensación de lo pagado por boleto y mayor asistencia de espectadores. Allá, la crítica especializada casi descalificó a Arturo; acá, a los importados ya no hallamos qué darles, además de novillotes bobos. Pero la metamorfosis de Arturo Macías, Joselito Adame y Arturo Saldívar en ruedos españoles confirma que ante la grandeza de espíritu no hay proteccionismo ni subdesarrollo que valgan.