El último suspiro del Conquistador / XXXVIII
n el departamento de Evaristo Terré, y bajo el auxilio espiritual de su anfitrión, Andrés casi terminó con una botella de ron Viejo de Caldas, y cuando estuvo vacía, pidió más. Terré era alcohólico veterano y conocía los peligros de una ingestión tan rápida de licor por una persona casi abstemia, como lo era su invitado, así que lo paró en seco:
–Ni un trago más, compadre, porque me arriesgo a tener en mi casa un cadáver de nacionalidad mexicana. Ave María, Andrés, que a usted lo que le hace falta es sudar los amores que viene fermentando.
–... Es que yo la quiero mucho –balbuceó el aludido, desde el fondo de su borrachera–. Y quiero seguir queriéndola.
–Pero ya te mandó al carajo, pues –dijo Terré con voz suave y tierna–. Ahora tenés que cruzar el desierto del despecho, tenés que cruzarlo. Y hay que andarlo a pie, porque en avioneta no se puede.
El colombiano rió de su propia ocurrencia y Andrés se le quedó viendo, sin entender lo que acababa de decirle, sin entender qué estaba haciendo allí, y sin entender por qué no entendía nada. Recordó que estaba en París, tuvo la noción de que se encontraba de visita en la guarida sucia y apestosa de su amigo Evaristo Terré, el bohemio desertor de la ciencia, y pensó que ya era muy tarde. Entonces su cerebro hizo una sinapsis torcida:
–Ya me voy a mi casa –dijo, mientras intentaba recuperar la compostura y trataba de incorporarse.
–Pero si no tenés casa –se carcajeó Terré–. Usted desmontó su apartamento hace más de un mes, porque se iba de regreso para México, ¿recuerdas?
En la cabeza de Andrés, la palabra México
desencadenó recuerdos furiosamente carnales: los pezones cónicos de Jacinta, que se proyectaban hacia delante con todo y aureola, el olor agridulce de su sexo hirsuto, el sudor de sus manos que olía a tinta Pelikan... Y las evocaciones, juntas, le provocaron una urgencia de buscarla. Se puso de pie y mantuvo el equilibrio en forma milagrosa.
–Pues me voy a México –susurró, oscilante y viendo hacia la puerta.
–Ya la estás extrañando, ¿verdad? –repuso el colombiano con sagacidad–. No, m’ijo, nada de irse a México, y menos en esas condiciones. Lo que te toca hacer ahora es irte de putas.
Viendo que su huésped estaba a punto de perder la vertical, Terré lo empujó, con suavidad, pero con firmeza, a la silla más cercana. Andrés se dejó hacer y se sentó. A continuación, el antiguo científico miró su reloj, fue a la cocina, hurgó en varios botes de un estante y localizó uno en particular. Le quitó la tapa, sacó de él un pequeño rollo de billetes y se puso a contarlos: no era mucho, aunque bastaría para financiarle a su amigo algún desfogue con una china de la zona de Belleville o una subsahariana del rumbo de La Chapelle. Pero Andrés, sin comprender la acción de su benefactor, se concentró en el singular escondrijo del dinero y el cerebro se le i-nundó de ideas confusas, pero urgentes:
–Puta madre, el frasco... –gimoteó.
–Vámonos –contestó Terré sin inmutarse, y metiéndose el dinero en el bolsillo del pantalón fue a auxiliar a su amigo, quien de nuevo intentaba ponerse de pie.
* * *
Si algo le faltaba al médico forense Sánchez Lora para decidirse a abandonar su profesión, el sonado asesinato y decapitación de todos los integrantes del gabinete presidencial terminaron de convencerlo. La ejecución múltiple apenas había cimbrado a una opinión pública cada vez más acostumbrada a presenciar –así fuera a través de los medios– atrocidades de toda suerte y oleadas de homicidios colectivos sin ninguna secuela judicial. Era claro que las instituciones encargadas de procurar justicia no tenían capacidad para investigar ni la décima parte de las muertes violentas que ocurrían en el país día a día, y posiblemente carecían de voluntad para dar seguimiento a una sola. Tras las promesas presidenciales de identificar, capturar y sancionar a los asesinos del equipo de gobierno, después de la ceremonia fúnebre en el Campo Marte (19 ataúdes de roble que contenían los cuerpos de otros tantos secretarios de Estado, a los que un costurero forense adhirió a toda prisa las cabezas con hilo de sutura, y a los que un sastre fúnebre les adhirió con pegamento corbatas gruesas para que no se apreciara el chapuz), una vez que se dieron a conocer los nombres de los sucesores de los fallecidos, y transcurridos los tres días de luto oficial, el asunto se esfumó de las primeras páginas de los diarios y del discurso oficial. Sobre la normalidad alterada quedó flotando, como única huella del naufragio del poder, la espuma de los chistes multiplicados: que si, por error, el de Educación se había ido a su última morada con la cabeza del de Agricultura, que si los cerebros se los había llevado la NASA para estudiar el vacío, que si...
Tras unos días de severa depresión, en los cuales no salió de su casa ni se bañó ni se quitó la pijama, Sánchez Lora pensó en hacerse detective privado y en trabajar por su cuenta. Pero antes de establecerse en una nueva profesión quería atar los cabos sueltos de dos extrañas muertes: la del comerciante de cosas usadas de La Merced, un travesti llamado Rufino Vázquez Morgado, quien según todos los indicios había sido asesinado por su pareja sentimental, un sujeto llamado Iván, quien había muerto poco después, aplastado por una figura de hierro que se desprendió de su base sobre la cúpula del Hospital de Jesús a consecuencia de una ventisca insólita. El perito tenía una pista invaluable: una tarjeta de transporte del metro parisino, a nombre de Jacinta Dionez, con la foto de una muchacha que, según una testigo, había merodeado en el local de Vázquez Morgado el día del crimen. Y tenía, además, contactos con mandos policiales, y podía conseguir, por medio de ellos, las listas de pasajeros de los vuelos procedentes de Francia de las dos semanas anteriores al día de los homicidios.
Es increíble
, se dijo a sí mismo Sánchez Lora un día que cruzaba el Zócalo capitalino rumbo a una de sus diligencias. Cualquier pendejo como yo puede encontrar la madeja de un asesinato, y todas las procuradurías del país no pueden ni con uno de los treinta diarios que estamos padeciendo.
Iba tan absorto en sus pensamientos que estuvo a punto de tropezar con una tienda de campaña precaria que se encontraba, con otras, instalada en la plancha de la plaza principal del país. Observó movimientos apresurados en la boca de aquel refugio, por la que salió una mujer, llevada casi en vilo por dos hombres jóvenes. Éstos extendieron una camilla frente a la tienda de campaña, acostaron a la mujer y luego la levantaron y empezaron a caminar. Sánchez Lora había perdido los reflejos de galeno después de muchos años de especializarse en la recolección de cadáveres, pero en ese momento un impulso antiguo brotó de él y se dirigió a la enferma, al tiempo que preguntaba a los que la trasladaban:
–¿Qué le pasó? ¿Me permiten examinarla? Soy médico.
–Gracias, doctor –le contestó uno de los que cargaban la camilla–. Lo que tiene es hambre, y tenemos que trasladarla a un hospital.
–¿Hambre? –se extrañó Sánchez Lora.
–Sí, lleva treinta y tres días sin comer.
–¿Y por qué? –insistió el especialista, mientras caminaba de prisa a la par del pequeño grupo.
–¡Pues porque está en huelga de hambre! –se exasperó uno de los que transportaba a la enferma hacia afuera de la plancha central del Zócalo–. ¿Que no lee los periódicos?
Otra mujer que caminaba un tanto rezagada explicó a Sánchez Lora:
–Somos electricistas, doctor. Los compañeros están haciendo una huelga de hambre aquí, en demanda de que nos regresen los trabajos que nos quitaron.
(Continuará)
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