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Ana García Bergua
Dos estampas quebequenses
Semáforos. Varios mexicanos tratan de cruzar las calles de Quebec. Saben que si cruzan por la mitad de la acera, les caerá una tremenda y aterradora multa de cien dólares. No están dispuestos a pagar semejante cosa; quieren, además, dar muestra de que son muy civilizados. Las calles vacías de gente y de autos los llaman para cruzar y ahorrarse unos cuantos pasos, pero resisten la tentación con entereza admirable. Oprimen el botón del semáforo que se encuentra en todas las esquinas, con la esperanza de cambiar el destino a su favor. Oprimen y no pasa nada o tarda mucho en pasar; la manita brillante que le ordena al peatón detenerse en las esquinas de Quebec sigue encendida y levantada, como la de un guardia o una institutriz, según se vea. Los mexicanos esperan; hace mucho frío. Frío y un viento que a trechos amenaza con arrastrarlos por las hermosas calles de Quebec, como si fueran pedacitos de fieltro. Eso sí, los mexicanos están abrigadísimos, quizá como nunca en su vida (a excepción de unos pobres que no han recibido sus maletas), pero ni así se les quita el frío. Ateridos, luchan por mantener su admirable entereza y no sucumbir a la tentación de cruzar la calle vacía; suponen que, quizá, de algún lugar inimaginable –un restaurante italiano, tal vez, una bonita casa como de cuento de hadas, un pintoresco surtidor pintado de amarillo y rojo, el castillo Frontenac o los kioskos de rayas blancas y azules del muelle que da al río–, brotará un guardia quebequense y les aplicará la terrible multa. Esperan hasta que, por fin, el semáforo les otorga la gracia de cruzar en más de veinte segundos. Los mexicanos cruzan, joviales, aunque con las piernas ya un poco tiesas de esperar en el frío. Avanzan, sortean los empujones del viento helado y se detienen frente a otra esquina. De nuevo la manita brillante, ¿de policía, de enfermera?, que los detiene. No vayan a cometer alguna imprudencia, recibir una costosa infracción. Los mexicanos se mantienen derechos y con calma (excepto una que grita “¡auxilio!”, pero eso no está prohibido). Esperan. Empiezan a entender por qué los quebequenses son tan ecuánimes y presumen de un episodio de su historia conocido como la Revolución Tranquila.
La música. Varios escritores mexicanos leen sus obras en el Salón del Libro Quebec, con otros mexicanos, haitianos y, por supuesto, quebequenses. Les toca vivir algo que en su país no se acostumbra: alternar la lectura con música, sea de jazz o clásica, interpretada por músicos y cantantes espléndidos. Incluso, en algunos casos, deben ensayar, aprender a dar las gracias, entrar a tiempo; a fin de cuentas, la lectura también es un espectáculo. La música se incorpora a todas las actividades y los sigue, como una compañía natural, necesaria. Incluso en una de las llamadas cavanes au sucre que se en cuentran en las regiones donde se produce el maple, en un restaurante en el que comen jamón con maple, huevos cocidos en maple, frijoles con maple y, de postre, pancakes con maple, hay un curioso dueto formado por un acordeonista y un guitarrista eléctrico, quienes tocan una música alegre que se baila dando giros y pegando saltos. Hasta yo la puedo bailar, dice uno de los organizadores del Salón. Pero algo que llama la atención es la seriedad del acordeonista; ¿se dirá que la alegría se ha vuelto, para él, rutinaria?, ¿de tanto estar de fiesta en fiesta, de baile en baile, le ha terminado por ganar la melancolía?, ¿será otro tipo de tranquilidad? Mientras tanto, algunos mexicanos reconocen el antiguo hit “No rompas más mi pobre corazón”, que se bailaba en las bodas. No sobra decir que los mexicanos vienen también acompañados de músicos, el magnífico grupo de son jarocho Kulmatik, que interpreta sus canciones para gusto de los quebequenses, mexicanos y haitianos ahí reunidos, muchos de los cuales se animan a zapatear entre los aromas del maple y el frío exterior. En toda la convivencia hay una especie de calor que acompaña, que reconforta y une la música de los sonidos a la música de las palabras. Quizá la música es el secreto de los quebequenses para sortear unas temperaturas inimaginables, para sentirse cobijados en medio de la nieve y el viento. A tal punto está siempre presente la música, que la clausura del Salón se acompaña de un coro de niños y jóvenes. Algunos mexicanos sienten un nudito en la garganta, de musical agradecimiento. Como si hubieran pasado por una revolución tranquila.
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