n una ocasión, el etnólogo Jesús Jáuregui me dijo que Enrique Nalda era el mejor arqueólogo de México
. Eso fue por 1984. Dicha afirmación me pareció uno de los arranques temperamentales de Jesús. ¿Acaso no vivían por entonces otros ilustres colegas de Nalda (Román Piña Chan, Jaime Litvak y otros). Pero, a final de cuentas, le di la razón a Jáuregui.
Enrique Nalda, quien previamente había terminado la carrera de ingeniero, acuciado por su interés en las ciencias sociales se inscribió en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), en 1969. Hijo de republicanos españoles, nació a principios de la década de los años 30 del siglo pasado, y sus padres padecieron la pesadilla de la agresión franquista al pueblo. Exiliado con ellos en México, Nalda comenzó una vida fructífera, que lamentablemente ha culminado. Fue mi alumno en la ENAH, y pronto empecé a sudar la gota gorda con él: lejos de ser un estudiante pasivo, impugnaba muchas de mis tesis, me obligaba a estudiar más y a emprender con él una saludable controversia.
Me pareció muy bien que Enrique se decidiera a estudiar arqueología. Ciertamente, en México existen buenos arqueólogos, pero también gran parte de los que ejercen esta profesión son simples tepalcateros
, hombres y mujeres que se dedican simplemente a clasificar objetos materiales y cacharros, sin pensar nunca en los creadores de esos productos y el contexto social en que se desenvolvieron. También existen los arqueólogos piramidiotas
, que como publicistas del lejano pretérito de México han impulsado la conversión de nuestros sitios arqueológicos en escenarios para exhibiciones pedestres y espectáculos comerciales. Enrique Nalda, por el contrario, tomaba la arqueología en serio; la consideraba una paleoetnología, disciplina que proporcionaba claves para el entendimiento de la sociedad; estudiaba el pasado para ubicar mejor nuestras aspiraciones, actividades, culturas y presencia en las estructuras sociales del presente.
Dotado de notoria inteligencia y sensibilidad profunda, emprendió trabajos arqueológicos de notable alcance, especialmente en el área maya. Nunca se conformó con ser un arqueólogo subdesarrollado. Al margen de los avances tecnológicos contemporáneos, fue un especialista en trabajos de superficie, en excavaciones, impulsor de la fotografía aérea, de labores estratigráficas, de técnicas de fechamiento y otros dispositivos de labor arqueológica.
Nalda, quien era perfeccionista, escribió poco, ya que los textos que elaboraba debían ser excelentes a su juicio. Allá por los años 70 del siglo anterior lo invité a escribir acerca de la época prehispánica en un trabajo colectivo coordinado por el doctor Enrique Semo, el cual se concretó en varios textos que llevaron como título México: un pueblo en la Historia. El texto que produjo Enrique Nalda es uno de los mejores que se han hecho sobre el México precortesiano, muy diferente a un conjunto de divagaciones y especulaciones baratas que han inundado muchos de los libros acerca de esa etapa histórica.
Nalda llegó a ser secretario técnico del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) y Coordinador de Centros Regionales del mismo. Enrique Florescano me dijo en una ocasión que el instituto realmente había arribado a ser una institución de categoría superior gracias al trabajo de Nalda.
Como trabajadores de base del INAH y sindicalistas, estuvimos muchas veces en desacuerdo con Enrique y nos confrontamos con él, pero este insigne arqueólogo siempre buscó la interlocucción con nosotros y, a diferencia de otros funcionarios que pululan en el sector cultural, nunca proporcionó golpes bajos, y siempre trató de negociar dentro de un contexto de fair play.
No soy religioso, pero si el cielo existe, espero que Enrique se paseé por ahí con su típica arrogancia de torero y le siga gustando a las damas como aquí en la Tierra. Pienso que el fallecimiento de Nalda representa una gran pérdida para el desarrollo de las ciencias sociales en México. Yo, que fui su maestro, me considero su discípulo. Y como yo, hay otras muchas personas que sabrán conservar su legado y enriquecerlo.