stoy convencido de que algo muy positivo de la ciudad de México es el aumento de su verdor: muchos árboles, muchos prados en calles y colonias de la urbe, lo que equilibra en parte el efecto nefasto de la destrucción de bosques y zonas montañosas en su entorno.
Hace unas décadas, el Centro, llamado en algún momento con el burocrático término de Primer Cuadro
, era un espacio huérfano de vegetación; los vecinos, pobres frecuentemente, pero no carentes de sentido social y gusto estético, suplían las carencias de verdor como podían; con arriates en las ventanas y macetas, en patios de vecindad, azotehuelas, balcones y corredores.
El amplio Zócalo había dejado de ser el paseo arbolado del tiempo de Don Porfirio y era ya una gran plancha de concreto, los gladiolos de Uruchurtu apenas sobrevivían algunos días a la incultura depredadora que no los deja crecer y los árboles eran escasos y víctimas también del vandalismo de niños y aun de adultos.
Sin embargo, la tenacidad de los gobiernos citadinos, el buen clima, la buena tierra y el cambio de la valoración promovido por escuelas y medios de comunicación, inclinaron paulatinamente a las nuevas generaciones a tener más cuidado y respetar a la naturaleza.
Don Daniel Cosío Villegas alguna vez, con vena mordaz, en un artículo titulado Los varejones de Don Octavio
, se burlaba de la gran cantidad de arbolitos escuálidos, verdaderas ramitas o varas sin hojas, que el empeñoso regente Octavio Sentíes había mandado poner por millares por toda la ciudad.
La crítica no era del todo justa pues si bien muchos de esos varejones fueron arrancados y otros muchos no arraigaron, otros sí, empezaron a producir brotes y hojas y se convirtieron primero en arbustos y muchos de ellos son ahora árboles corpulentos; luego, otros gobernantes y otras generaciones de nuevos citadinos, a fuerza de hacer conciencia y de sembrar más árboles, lograron que hoy, nuestra capital esté aceptablemente arbolada.
Esto es bueno y debemos congratularnos e insistir en incrementar y cuidar lo que es verde en calles, paseos y jardines, pero que eso no nos haga olvidar el entorno campestre que aun resta, con la mira de impedir que la ciudad siga creciendo sobre las zonas de reserva y aun sobre algunos parques nacionales ahora olvidados.
Hace un poco más de 20 años se pretendió abrir la carretera La Venta-San Pedro Mártir, cruzando por lomas y barrancas arboladas y por lo que queda del Pedregal, que el volcán Xitle dejó como peculiar herencia al Distrito Federal. Entonces, la opinión pública y el buen sentido lo impidieron.
Hoy algunos funcionarios del gobierno de la ciudad, que quizá no conocieron o han olvidado aquel primer intento, vuelven con el mismo o parecido proyecto y los que se opusieron entonces, ahora con sus hijos y nietos, retoman la lucha por la defensa de áreas verdes, tierras de recargo de acuíferos y pulmones para el aire puro y el buen clima.
Una pésima experiencia que hoy debiera recordarse fue la carretera que circunvala el macizo del Ajusco, construida por un capricho de un poderoso secretario de Comunicaciones y Transportes se abrió entre y sobre el bosque de coníferas a la altura de las cotas 2 mil 500 y 3 mil metros sobre el nivel del mar; lo que aceleró la deforestación, dañó irreversiblemente la fauna silvestre, rompió equilibrios naturales y provocó erosión en las laderas.
El actual gobierno capitalino ha dado muchas muestras de responsabilidad social y de vocación ecológica; ha fomentado el uso de transporte colectivo de buena calidad, ha combatido la contaminación e inició y ha sostenido un programa para sustituir en lo posible el uso de vehículos de motor por las bicicletas, medio de transporte limpio y sano.
Por ello, esperamos hoy que no contradiga estos esfuerzos que se le reconocen, empeñándose en una obra impopular, discutible y sin duda riesgosa para la viabilidad futura de nuestra ciudad.