Opinión
Ver día anteriorJueves 15 de abril de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La visitadora
L

a visita de Michelle Obama llega a unas cuantas horas de que la prensa haya anunciado que los extranjeros a quienes se exige una visa para ingresar a México, podrán hacerlo si tienen una visa de entrada a Estados Unidos. Semejante disposición habla de la de-saparición de fronteras entre los dos países, pero no para los mexicanos; habla también de que es posible que las autoridades de Estados Unidos vean en el territorio mexicano un primer filtro, una estación migratoria para los viajeros a territorio propiamente estadunidense. Habla de que para muchos, para ingresar a territorio mexicano basta con que sean admisibles en territorio estadunidense. Uno se pregunta si esta medida es recíproca. ¿Acaso las autoridades de nuestro vecino aceptan como documento válido de ingreso a Estados Unidos una visa mexicana?

La presencia de la señora Obama ha sido interpretada como un acto de apoyo al combate del gobierno del presidente Calderón contra el crimen organizado; pero, si la miramos a la luz del anuncio relativo a las visas, también nos hace pensar cómo se ha extendido la sombra del poderío de Washington sobre el territorio mexicano desde hace más de 10 años, y con ella nuestra dependencia de las decisiones que se toman en la Casa Blanca, en el Senado o en la Reserva Federal. Nada más falta que la Secretaría de Relaciones Exteriores deje de emitir pasaportes, que de todas formas son muy caros, y que las visas estadunidenses sean el único documento de viaje que se exija a los mexicanos.

Mucho se ha dicho y escrito que la soberanía nacional es una atribución relativa. Sin embargo, en los últimos años México, que se enorgullecía de mantener su autonomía frente al poderosísimo vecino, ha perdido hasta la capacidad de reaccionar frente a las exigencias de Estados Unidos. Así ocurrió desde los años 80, cuando severas crisis económicas debilitaron y sumieron al Estado en una condición de bancarrota financiera y política. Entonces, Washington estuvo dispuesto a proporcionar ayuda financiera, aunque a un costo bastante alto. Entonces podíamos pensar que la sujeción de nuestra política económica a las preferencias y disposiciones del gobierno de Washington podían ser transitorias. No obstante, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, el TLCAN de 1994, afianzó esa relación cuando la institucionalizó. De todas formas, uno de los argumentos que persuadieron a los senadores estadunidenses renuentes a la firma del acuerdo fue que permitiría ceñir las decisiones de política económica de los gobiernos mexicanos, imprimir continuidad y certidumbre, prevenir la repetición de las crisis que también comprometían intereses de inversionistas de Estados Unidos o la estabilidad política mexicana.

Durante el gobierno de Vicente Fox la relación de cooperación con Estados Unidos se amplió considerablemente, con la idea de que su influencia era un poderoso agente de cambio político. El primer presidente panista parecía convencido de que para afianzar la democracia en México había que apoyarse en los recursos que podía ofrecer Washington. De ahí que su política exterior fuera una cadena de renuncias al principio de no intervención. Más todavía, en forma explícita ese gobierno buscó el respaldo del exterior para promover lo que entendía como la transición democrática. Esta política fracasó por muchas razones, entre otras porque no logró movilizar el amplio apoyo interno que requería una discontinuidad como la que planteaba, porque hasta entonces la mayoría de los mexicanos creíamos –y muchos seguimos creyendo– que el cambio político es un asunto de orden exclusivamente interno, en el que tenían primacía los actores políticos internos y sus proyectos. La propuesta foxista de consolidación democrática desde afuera no prosperó, pero en el camino cedió todavía más espacios de soberanía, de tal suerte que si el día de hoy el embajador de Estados Unidos opina que la propuesta de reforma política del Presidente es buena o mala, recibimos sus reflexiones con mucha seriedad y las discutimos como si se tratara de un líder de opinión perfectamente legítimo, que tiene un público al que desea movilizar.

Los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 a la ciudad de Nueva York cambiaron las prioridades de la relación bilateral México-Estados Unidos. La seguridad estratégica se convirtió en un tema fundamental. La incidencia de esta reorientación sobre la soberanía mexicana no sería tan grande si las asimetrías entre los dos países en esta dimensión no fueran tan absolutamente desproporcionadas, como ha quedado al descubierto en las últimas semanas con el deterioro de la seguridad en la zona fronteriza.

Habría que calibrar la gravedad de estas diferencias abismales para la soberanía mexicana, tomando en cuenta que los aparatos de seguridad son el talón de Aquiles del Estado mexicano, y que la única manera de reforzarlos es con el apoyo de Estados Unidos. Es decir, se trata de fortalecer al Estado con el apoyo del exterior, pero ¿este camino conduce a un Estado más fuerte? Y el Estado que así se fortalezca ¿será más soberano?

La presencia de la amable visitadora nos invita a pensar todo eso. También a preguntarnos si acaso podemos ser democráticos sin ser soberanos, como pretendía Vicente Fox; y , todavía más, a reflexionar si la cooperación más estrecha con la primera democracia del mundo, nos ha hecho más democráticos.

A los estudiantes de la maestría de Ciencia Política de El Colegio de México