a organización defensora de los derechos humanos Amnistía Internacional (AI) publicó ayer un reporte titulado Sentencias de muerte y ejecuciones en 2009, en el cual se consigna que, el año pasado, al menos 714 personas fueron castigadas con la pena capital, en tanto que otros 2 millares fueron sentenciados a muerte en una cincuentena de naciones. De acuerdo con ese documento, los estados que más recurrieron a esa sanción fueron Irán, con 388 ejecuciones; Irak, con 120; Arabia Saudita, con 69, y Estados Unidos –la única nación del continente americano que aplicó este castigo durante el año anterior–, con 52, además de China. Si bien las cifras sobre este último país resultan inciertas, toda vez que las autoridades de Pekín mantienen la información oficial al respecto como secreto de Estado. Finalmente, AI expresó su satisfacción por el avance de la abolición de esta pena en el mundo, toda vez que un total de 95 naciones la han eliminado de sus leyes y otro medio centenar lo ha hecho en la práctica.
Aunque las cifras arriba citadas son injustificables y exasperantes, cabe felicitarse por la tendencia mundial a la baja en la aplicación de la pena capital, un castigo abominable, bárbaro, inhumano e irreparable por definición, que no sólo pone en evidencia el fracaso de los mecanismos de impartición de justicia en los países donde se practica –además de una pérdida del sentido de rehabilitación y reinserción social de los delincuentes por parte de la autoridad–, y que atenta contra las consideraciones humanitarias más elementales. Adicionalmente, el carácter falible e imperfecto de los aparatos de justicia de todo el mundo supone el riesgo de que la pena de muerte sea aplicada a personas inocentes. Por todo lo anterior, la abolición de ese castigo forma parte del avance moral y civilizatorio de la humanidad, y constituye una conquista irrenunciable de los estados y las sociedades.
Con esas consideraciones en mente, es de destacar el hecho de que México enfrenta, en el contexto de la crisis de seguridad que se vive en el país, una doble amenaza: por un lado, el clamor de figuras y organizaciones políticas que, movidas más por oportunismo electorero que por preocupación genuina por la seguridad de los ciudadanos, en años y meses recientes han promovido la reinstauración legal de ese castigo, sin tener en cuenta que el sistema judicial de nuestro país se caracteriza por una corrupción inocultable de los aparatos judiciales, por la impunidad, por la fabricación de culpables
y por el empleo faccioso de las leyes como instrumento de represión y persecución política, lo que agravaría la perversidad intrínseca de la pena de muerte.
Por otra parte, no puede ocultarse que México asiste a una suerte de implantación expedita y de facto de la pena capital en el contexto de la llamada guerra contra la delincuencia
en curso: en el pasado trienio se han registrado más de 18 mil asesinatos como resultado de las confrontaciones violentas; muchos de ellos han ocurrido en condiciones de confusión tal que resulta difícil discernir si fueron resultado de enfrentamientos entre los grupos delictivos o de ejecuciones extrajudiciales a manos de los efectivos de las fuerzas públicas. La movilización policiaco-militar desplegada en varias franjas del país ha llevado implícito el mensaje de que el asesinato de los infractores de la ley, los atropellos cometidos contra civiles inocentes –que en no pocos casos ha derivado también en la muerte de éstos– y el quebranto del estado derecho por parte de quienes debieran resguardarlo, están justificados, o bien son efectos colaterales
inevitables, ante el propósito supremo de combatir a los cárteles y restaurar la seguridad pública.