Los remedios del río
ucho antes de que se desbordara el Río de los Remedios, los problemas de espacio eran ya alarmantes para alguien que pretendía instalar oficina, fonoteca y biblioteca en una casa de Valle de Aragón y, además, meter ahí a una familia con dos adolescentes, dos adultos y tres perras. No es broma. Ésta es mi realidad (y la de muchos otros articulistas que muy probablemente eviten el factor canino): una pequeña casa con cuatro habitaciones, una estancia y un impresionante archivo personal que no cabía en ningún lado.
A partir de 1992, el departamento de Obrero Mundial ya se nos desbordaba de material, y ante las justificadas quejas de Rocío empecé a repartir libros, revistas, carteles, suplementos, recortes de prensa, fotografías, videos, cintas, casets de entrevistas, boletines y demás enseres domésticos en dos casas de cultura y en un departamento que mi querida cuñada Ana Lucía mantiene deshabitado. Pero como nunca he querido separarme de los discos de vinilo, de los compactos, de los casets incunables (Henry West, Rodrigo González, El lado oscuro de la luna, etc., etc.) ni de las revistas de música, el destino y el río nos fueron alcanzando.
En la recámara de Anita todo un muro servía para los casets (los que no alcanzaron alguna casetera descansaban en cajas); los libros se distribuían en seis libreros, cuatro en el heroico cuarto de Mario y dos más en el pasillo que apenas dejaba espacio para transitar entre las recámaras. En el solar había construido mi estudio (las paredes tapizadas de discos) y en la recámara principal mi mujer aceptaba la presencia de tres disqueros más. Era un abuso, lo sé. Pero no había de otra.
En febrero de este año, el noticiero de las cinco de la mañana anunciaba el desbordamiento del Río de los Remedios en su cruce con avenida Central. Nadie se preocupó, pues ya en tres ocasiones se habían dado escurrimientos hacia la tercera sección de Valle de Aragón y los vecinos pasaban uno o dos días saltando charcos, pero de ahí no pasaba. Después de dejar a mi hija en el Metro, eché un vistazo al Periférico, por donde corre el río, y todo estaba en orden. Regresé entonces a casa para echarme la placentérrima pestañita de todos los días.
A las ocho me habló Silvia: las aguas estaban ya en Valle de San José (a dos calles de mi cama); ya llegaban arriba de las banquetas. Yo estaba seguro de que no iban a pasar de ahí (incredulidad republicana) y me serví un plato de cereal. Una hora después habló… creo que Aarón, para decirme que Salvín ya se estaba inundando. Me asomé por la ventana; la calle se estaba encharcando. De inmediato Mario, Rocío y yo empezamos a subir todo lo subible a las camas, a las mesas, a los escritorios y a las partes altas de los closets.
Volví a asomarme; el agua ya cubría toda la calle, estaba a punto de entrar al coche y a la casa. Abrí mi buró, saqué algunos papeles y pasé cosas importantes del cajón de abajo al cajón de arriba (dos horas después, el nivel de las aguas rebasaba al buró completo por unos 20 centímetros). Mario y yo salimos para poner el Cruiser a salvo. En un movimiento digno de Indiana Jones, di la vuelta en U, volteé por el retrovisor y vi claramente cómo las oscuras aguas del Río de los Remedios se nos venían encima. Rocío buscaba un refugio para sus perras.
Desde la casa de Chelito pudimos presenciar los insólitos niveles que alcanzó el desbordamiento, acabando con los nervios y los patrimonios de los aragoneses. Por supuesto que la pérdida de muebles, ropas y recuerdos dolía a todos los vecinos. Yo me azotaba en silencio pensando en mi colección de timbres, en mis libros, en mis casets, en los elepés de rock mexicano que ingenuamente había dejado en su sitio, en el segundo nivel de los disqueros del estudio.
Pero el dolor más fuerte –sigue punzando al momento de teclear estas líneas– se me estrelló en la nuca cuando tomé conciencia (o algo parecido) de que mis revistas de música habían sido estúpidamente olvidadas en sus cajas de plástico, debajo de los sillones de la sala y de dos escritorios. Una colección armada meticulosamente a lo largo de 43 años.
Las publicaciones de jazz nunca han abundado en el país. Sólo han circulado dos revistas: Scat y Sólo Jazz, ambas dirigidas por Sergio Monsalvo (hoy autoexiliado en Holanda), y el suplemento sabatino del periódico El Nacional –titulado simplemente Jazz–, que bajo las diferentes directrices de Xavier Quirarte, David Cortés y Elena Vilchis hizo historia en nuestro periodismo musical durante más de siete años. Todo esto y más lo tenía yo a buen resguardo. Había ya planes para socializarlo. Pero vino el río y se lo llevó. Cientos, miles de documentos que en su mayoría resulta imposible localizar en las hemerotecas de este país. Una pérdida irreparable. Una de las más grandes pendejadas que he cometido en la vida.
El río hizo honor a su nombre y puso lapidario y santo remedio a mis problemas de espacio. Salud.