n la ríspida polémica entre priístas y panistas que tuvo lugar ayer en el pleno de la Cámara de Diputados salió a relucir con claridad la descomposición política e institucional imperante en el país. Como botones de muestra de esas expresiones, cabe destacar la defensa formulada por la dirigente nacional del PRI, Beatriz Paredes Rangel, del acuerdo suscrito el 30 de octubre del año pasado entre ella y el líder nacional del PAN, César Nava. Contrariamente a lo expresado por el panista la semana pasada, la ex gobernadora de Tlaxcala señaló que en dicho pacto no hubo ninguna negociación que vinculara
la aprobación de la Ley de Ingresos 2010, ni que vetara las alianzas políticas entre el PAN y el PRD –si bien en el documento se lee que las partes se abstendrán de formar coaliciones electorales con otros partidos políticos cuya ideología y principios sean contrarios a los establecidos en sus respectivas declaraciones de principios
–, e indicó que se trató solamente de un acuerdo de civilidad política
.
Las declaraciones de Paredes, además de un intento por justificar un pacto impresentable y ominoso para la ciudadanía, constituyen una muestra más del deterioro institucional, la cultura del engaño y la descomposición moral que priva en los partidos en general, y en el PRI en particular. Porque, se haya hecho explícita o no en el referido documento, es innegable la connivencia mostrada por legisladores del tricolor y del blanquiazul durante las negociaciones del paquete económico para este año, que concluyó con un alza generalizada de gravámenes para los contribuyentes cautivos: con ello, el PRI falló a una de sus principales promesas de campaña e incurrió, por tanto, en un acto de traición hacia sus votantes.
Por su parte, César Augusto Santiago, también priísta, con el pretexto de pregonar la pertinencia de esa clase de acuerdos políticos
, lanzó un ataque mayor al titular del Ejecutivo federal: “Gracias a uno de esos acuerdos –dijo– está sentado Felipe Calderón en una silla que yo personalmente no acepto”, en referencia a la convalidación, por parte del PRI, del impugnado y dudoso triunfo electoral del michoacano en los comicios de 2006. Pero, al sacar a relucir la falta de legitimidad del gobierno calderonista, implícitamente Santiago descalificó, en conjunto, el proceder de las instituciones –el Instituto Federal Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación– que dieron por buena una elección viciada y cuestionada por un amplio sector de la ciudadanía, así como el nulo compromiso de su propio partido y de Acción Nacional con el postulado fundamental de la democracia: se llega a los puestos de representación popular por medio de sufragios, no de acuerdos secretos.
No terminan aquí los problemas que el episodio del documento firmado por PRI y PAN genera para el titular del Ejecutivo: si es verdad, como han señalado el secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, y el propio Nava, que Calderón no se enteró del acuerdo hasta enero, ello dejaría al descubierto a un gobernante sin subordinados confiables y, lo que es peor, incapaz de ejercer control político alguno en el país. Y si, por el contrario, Calderón conocía esos pactos desde el principio, implicaría que aprobó un acto inescrupuloso y que protagonizó una inadmisible intromisión en los procesos legislativos y electorales. Por decoro institucional, y hasta por conveniencia política, el titular del Ejecutivo federal tendría que ofrecer una explicación de este turbio episodio a la ciudadanía.
En suma, la salida a la luz pública de los acuerdos entre el PRI y el PAN ha significado un deterioro adicional a la credibilidad, de por sí maltrecha, de un gobierno marcado por su déficit original de legitimidad y de una clase política empeñada en repartos de poder y cada vez más alejada de la sociedad. A contrapelo de lo expresado ayer por Paredes Rangel, difícilmente podría imaginarse una manera más eficaz de torpedear el orden democrático y socavar la precaria gobernabilidad en el país.